Originalmente publicada en Cinearchivo y ahora modificada: FichaFilm.asp?IdPelicula=2152
*John Boorman parece uno de esos autores sin autoría obvia a los que, como resulta difícil catalogar, se termina orillando para mejores ocasiones. Irregular y brillante casi a partes iguales, arriesgado siempre, imprevisible las más de las veces, pocos directores pueden presumir de contar no ya con alguna obra maestra sino con un film que haya cambiado el apacible curso de la corriente cinematográfica. Si Boorman solo hubiera dirigido A quemarropa en 1967 ya merecería la posteridad. En ella llevó la pulsión deconstructivista europea al thriller norteamericano, trabajando sobre arquetipos y clichés desde unas posiciones gélidas, sofisticadas, de pop cerebral. Boorman desmontó un puzzle, el noir USA hasta la fecha, que después otros directores montaron de manera diferente a partir de 1968. Es cierto que sociológicamente muchos cosas habían cambiado y el género negro siempre es sensible al cambio, pero A Quemarropa atacó el fondo enseñando equívocamente la superficie. Una
Si fuera poco con esta obra cumbre todavía alinea trabajos que van desde la inabarcable Excalibur (1981), interpretación jungiana del ciclo artúrico que pasó ya por aquí -y a la cual evoca Boorman explicitamente en Esperanza y Gloria mediante el momento en el cual el niño protagonista juega en el jardín a ser Arturo y sus caballeros con unos muñecos; momento interrumpido por al alarma de los bombardeos para fastidio del pequeño que ve su imaginación cortocircuitada por la engorrosa cotidianeidad de la guerra- , a la rotunda The General (1998), historia de un popular delincuente irlandés, Martin Cahill, que a finales de los 70 y principios de los 80 desafió tanto a la policía como al I.R.A., hasta que estos lo mataron, la cual que supuso a finales un regreso del mejor Boorman cuando ya casi nadie esperaba por él. pasando por clásicos como Infierno en el Pacífico (1968), su propia versión abstracta de la 2ªGM, la feroz Deliverance (1972), donde explotaba su fascinación física por el hombre contra el medio (y contra el mismo hombre) y simultáneamente profundizaba en su vertebrador, y poco obvio, discurso iniciático-mitológico; continuado por diferentes medios en en la extravagante Leo el último (1970), en el indescriptible delirio psicodélico con basa en El Mago de Oz que fue Zardoz (1973), en la epopeya ecologista La selva esmeralda (1985), en la sátuira sobre el espionaje releyendo a Graham Greene desde John Le Carré de El sastre de Panamá o, claro está, en la presente Esperanza y Gloria.
Íntima y especial, de primorosa factura y ambiguo exterior de crónica agridulce, que en realidad encierra una fábula más cercana a lo fantástico que a las nociones de realismo entorno a las reconstrucciones cinematográficas del pasado. Más estilizado que naturalista -la pesadillesca imagen de un corredor doble de niños con máscaras antigas durante las maniobras de cada día-, poseído por una rara sensación de euforia, el film completo se define a la perfección mediante su casi última secuencia: los niños festejando que su colegio ha sido destruido por un bombardeo. La fantasía infantil definitiva.
Por eso la película baja enteros cuando desplaza el interés hacia las cuitas de los adultos y se acerca más a una suerte de versión dulcificada de los trabajos de Terence Davis, importancia de la música y de la radio (un discurso del Rey Jorge IV durante el cual la familia se felicita de las mejoras en su dicción)como hilo de comunicación intergeneracional inclusive. Aunque sin la potencia evocadora ni el rigor del cine de Davis. Menos convincente, por abandonar también los escombros y la salvaje felicidad de los niños, aunque filmado con sobria belleza resulta el chejoviano tercio final en la casa del abuelo materno, junto al río. Un cascarrabias mujeriego, padre de cuatro hijas al cual