Infelices fiestas para los sin papeles en Gabón

Por En Clave De África

(JCR)
Hablaba mi compañero de blog en nuestro post anterior de lo que califica como “el lado más oscuro de la Navidad” en Uganda, el país donde él trabaja: ladronzuelos que aprovechan para hacerse con el dinero ajeno ante la proximidad de las fiestas, policías que buscan sobornos con la misma finalidad y un transporte público que sube de precio de forma abusiva y que pone en peligro la vida de los usuarios…

Cosas parecidas se podrían decir de la proximidad de la Navidad en Libreville, la capital de Gabón, donde vivo desde abril de este año. Quizás aquí el lado más enojoso de estos días sea la multiplicación de los controles de los inmigrantes “sin papeles” por parte de la Gendarmería. En el barrio donde vivo, se calcula que entre el 70 y el 80 por ciento de su población es extranjera: senegaleses, malienses, nigerianos, cameruneses, togoleses, benineses… que conducen taxis, realizan tareas de limpieza, hacen de albañiles, venden sus mercancías en kioskos o encima de una tela en plena calle ... en definitiva, que se ganan la vida realizando lo que suelen ser las tareas de inmigrantes en todos los países del mundo, es decir, los trabajos que los habitantes del país de acogida son más reticentes a realizar.

Muchos de ellos han entrado en Gabón de forma clandestina (sí, también aquí llegan pateras con africanos de otros países) y una vez en el país conseguir la tarjeta de residencia es difícil y –suponiendo que se reúnan todos los documentos necesarios- puede costar por lo menos 700.000 francos CFA, algo más de mil euros, cantidad que está al alcance de muy pocos. Así que la mayor parte de ellos viven en el país durante muchos años sin documentos de residencia y para ellos la llegada de la Navidad o de cualquier otra fiesta como la Pascua, la Independencia del país o una festividad musulmana supone la supina molestia de un aumento repentino de controles.

Los grupitos de gendarmes suelen aparecer sin previo aviso hacia las siete de la mañana, cuando la mayor parte de la gente acude al trabajo, y desde las seis de la tarde, cuando vuelven a sus casas o aprovechan para ir a hacer las compras del día al mercado. El taxista sin los papeles en orden, cuando avista a los uniformados, da media vuelta en la calle a toda velocidad con una maniobra digna de una película de James Bond y busca alguna callejuela para perderse sin ser cazado. La mamá que vuelve de echarle horas en las casas donde barre, cocina y plancha por cien euros al mes, se echa a un lado e intenta perderse entre la multitud para no pasar por el control. Peor lo tienen los que van en alguno de los abarrotados “taxi-buses” a los que algún gendarme echa el alto para pedir la documentación a los pasajeros. Ahí sí que no hay escapatoria, o mejor dicho sí la hay: tras tragar la saliva y aguantar el rapapolvo del guripa que te amenaza con meterte en la cárcel en espera de expulsarte a tu país, el desafortunado inmigrante acabará por untar la mano que le amenaza con unos 10.000 francos, acción que casi siempre termina con una admonición a ponerse en regla por parte de quien le habla como si le perdonara la vida: “por esta vez se la paso, pero la próxima vez…”

Servidor de ustedes, que al ganarse la vida en Naciones Unidas está con los papeles en regla y tiene tarjeta diplomática, se ha visto más de una vez de frente a un gendarme que le mira con ojos incrédulos con mi pieza de identidad en la mano mientras estoy apretujado en la furgoneta-taxi de regreso del trabajo . “¿Y su coche?”, me suelen preguntar. “Es que le hacía falta a mi jefe hoy para ir a cenar fuera y se lo he tenido que ceder”, suelo responder a quien probablemente no me crea nunca si le digo que no tengo vehículo propio ni tampoco utilizo ninguno de mi oficina.

Bromas aparte, para un inmigrante extranjero que tiene que estar en su trabajo a las siete y media, encontrarse con estos controles le suele suponer que no tendrá más remedio que retrasar su llegada hasta que los gendarmes se hayan ido, generalmente con los bolsillos bien llenos, lo cual le supondrá tener problemas con su jefe. Además, desde hace algunos meses, los servicios de envío y recepción de dinero de agencias como Western Union ponen como condición obligatoria para que un extranjero pueda realizar cualquier transacción estar en posesión de visado válido o tarjeta de residencia. Lo que es curioso es que en los carteles que invitan a utilizar sus servicios dicen que basta con el pasaporte u otro documento válido de identidad, pero cuando uno se acerca a la ventanilla si no tiene los papeles en regla se encontrará con que no le dejan ni mandar ni recibir dinero. Cualquiera puede imaginarse lo que esto supone para personas que han trabajado hasta el agotamiento para que sus hijos en otro país africano puedan comer bien por Navidad o comprarse unos regalos y a los que se niega el derecho de enviar este dinero a sus familiares. Esto obliga a muchos inmigrantes a recurrir a conocidos para que puedan hacerlo en su lugar, con el inconveniente de no saber nunca si se podrán fiar de la persona a la que confían su dinero.

Cuando paso por las animadas calles de mi barrio en Libreville y veo la triste estampa de los gendarmes que echan la bronca al incauto inmigrante al que acaban de pillar sin papeles, pienso en que tal vez sería una estampa digna de la huida a Egipto de Jesús y sus padres. Y no puedo evitar una gran tristeza al pensar que la proximidad de la Navidad, para muchas personas aquí, no es ni de lejos una ocasión para vivir unos días con algo más de alegría.