No sabemos cuándo se produjo el despertar de la conciencia, el momento más trascendente de la historia del género Homo, pero es seguro que impuso sobre nuestros pequeños hombros el insoportable peso del final. La conciencia de Ser, de Existir, lleva implícita la certidumbre de la muerte.
Desde entonces, el hombre conjura su miedo revistiendo la muerte de trascendencia. Los enterramientos rituales presuponen la existencia de un alma que sobrevive al cuerpo, de una vida después de la muerte. Si no se piensa así, la vida resulta, sencillamente, incomprensible. La muerte de un hijo ansía un leve consuelo en la certeza de que volveremos a abrazarlos y consolarlos en algún momento, que no ha sido un "adiós", sino un "hasta luego". En un conocido entierro Neanderthal, una niña pequeña aparece inhumada junto a unos pétalos azules ¿Los puso su madre? ¿Su padre? ¿Acaso lo hizo el viento?
La muerte es la antesala del olvido.
Terrible.
Poco más tarde, casi al mismo tiempo, aparece con fuerza un cuerpo doctrinal extremadamente original: el monoteísmo judío. Aunque el faraón Akenatón había realizado un breve intento de revolución monoteísta mil años antes, con su culto al dios Aton, los judíos son los primeros que realmente evolucionan de una pluralidad de dioses a un Dios único; y además fijan su doctrina en un libro que recoge, en ocasiones de manera contradictoria o confusa, la palabra de Dios. Los primeros pasajes de la Biblia muestran esta indeterminación en el hecho de que haya dos versiones diferentes sobre la creación del hombre; y en ocasiones se nombra a Dios utilizando una forma plural, Elohim, aunque seguida de verbos o adjetivos singulares.
Esta inconsistencia se explica porque durante el siglo VI a.C. algunos miembros de la élite judía fueron esclavizados en Babilonia. Cuando al cabo de 70 años se reencontraron los exiliados con los que habían permanecido en Jerusalén, hubo graves diferencias de interpretación. En parte, la necesidad de acordar un mínimo común doctrinal motivó que se pusiera por escrito lo que hasta ese momento habían sido una tradición únicamente oral.
Un inciso: a pesar de lo que acabamos de decir, es cierto que muchos pueblos antiguos politeístas también poseen relatos de un trato familiar con sus dioses, que se rompe por cometer el hombre una imprudencia: los brahmanes, por ejemplo, cuentan que el primer hombre come de un árbol sagrado y cae en desgracia. (El árbol, por cierto, surge en multitud de ocasiones, como en el mito del pueblo chileno alacalufe y el árbol del canelo; también en la mitología nórdica, en la que hombre y mujer son creados de sendos troncos de árboles situados en una playa).
"Barro", "serpiente", "fruta prohibida", "árbol de la sabiduría"... no son mitos cuyo origen se encuentre en un solo libro. Después de 70 años de esclavitud y cientos de años de contactos, ¡cómo no iba a ser permeable el imaginario cultural judío a la milenaria cultura mesopotámica! ¿Le quita esto verosimilitud al relato literal de la Biblia? Podría pensarse que así es; pero por otro lado es fascinante que los mismos arquetipos (como el del diluvio universal) se repitan en lugares tan lejanos, unos de otros, como Australia, Centroamérica o Europa ¿No les parece?
No lo parece si se lee el "Libro de Job", en donde su protagonista, tras haber sufrido las mayores calamidades, se lamenta diciendo:
"Acuérdate que mi vida es un soplo, Y que mis ojos no volverán a ver el bien. Los ojos de los que me ven, no me verán más; Fijarás en mí tus ojos, y dejaré de ser. Como la nube se desvanece y se va, Así el que desciende al Seol (hades) no subirá; No volverá más a su casa (...)
¿No son pocos mis días? Cesa, pues, y déjame, para que me consuele un poco, antes que vaya para no volver, a la tierra de tinieblas y de sombra de muerte; Tierra de oscuridad, lóbrega, como sombra de muerte y sin orden, y cuya luz es como densas tinieblas. (...)
Pusieron la noche por día, Y la luz se acorta delante de las tinieblas. Si yo espero, el Seol es mi casa; Haré mi cama en las tinieblas. A la corrupción he dicho: Mi padre eres tú; A los gusanos: Mi madre y mi hermana. ¿Dónde, pues, estará ahora mi esperanza? Y mi esperanza, ¿quién la verá? A la profundidad del Seol descenderán, Y juntamente descansarán en el polvo."
Luego se arrepentirá de sus palabras, y Dios le recompensará con una vida larga y próspera. Pero queda en su lamento la idea del vacío, de la nada tras la muerte: "dejaré de ser", "haré mi cama en las tinieblas".
De nuevo en Eclesiastés 9 encontramos un trasunto claro del "carpe diem" de Horacio:
"Aún hay esperanza para todo aquél que está entre los vivos; porque mejor es perro vivo que león muerto.
Porque los que viven saben que han de morir: mas los muertos nada saben, ni tienen más paga; porque su memoria es puesta en olvido.
También su amor, y su odio y su envidia, feneció ya: ni tiene ya más parte en el siglo, en todo lo que se hace debajo del sol.
Anda, y come tu pan con gozo, y bebe tu vino con alegre corazón: porque tus obras ya son agradables á Dios.
En todo tiempo sean blancos tus vestidos, y nunca falte ungüento sobre tu cabeza.
Goza de la vida con la mujer que amas, todos los días de la vida de tu vanidad, que te son dados debajo del sol, todos los días de tu vanidad; porque esta es tu parte en la vida, y en tu trabajo con que te afanas debajo del sol.
Todo lo que te viniere á la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas; porque en el sepulcro, adonde tú vas, no hay obra, ni industria, ni ciencia, ni sabiduría."
Pero en mi opinión, el pasaje más oscuro y terrible de la Biblia es el Salmo 88. En él, una voz cansada y asustada se agita en un estertor de pánico ante el vacío y la oscuridad. Es, sin lugar a dudas, una obra maestra literaria, que nos acongoja profundamente:
"¡Señor, mi Dios y mi salvador,día y noche estoy clamando ante ti:que mi plegaria llegue a tu presencia;inclina tu oído a mi clamor!Porque estoy saturado de infortunios,y mi vida está al borde del Abismo;me cuento entre los que bajaron a la tumba,y soy como un hombre sin fuerzas.Yo tengo mi lecho entre los muertos,como los caídos que yacen en el sepulcro,como aquellos en los que tú ya ni piensas,porque fueron arrancados de tu mano.Me has puesto en lo más hondo de la fosa,en las regiones oscuras y profundas;tu indignación pesa sobre mí,y me estás ahogando con tu oleaje.
Apartaste de mí a mis conocidos,me hiciste despreciable a sus ojos;estoy prisionero, sin poder salir,y mis ojos se debilitan por la aflicción.Yo te invoco, Señor, todo el día,con las manos tendidas hacia ti.¿Acaso haces prodigios por los muertos,o se alzan los difuntos para darte gracias?
¿Se proclama tu amor en el sepulcro,o tu fidelidad en el reino de la muerte?¿Se anuncian tus maravillas en las tinieblas,o tu justicia en la tierra del olvido?Yo invoco tu ayuda, Señor,desde temprano te llega mi plegaria:¿Por qué me rechazas, Señor?¿Por qué me ocultas tu rostro?Estoy afligido y enfermo desde niño,extenuado bajo el peso de tus desgracias;tus enojos pasaron sobre mí,me consumieron tus terribles aflicciones.Me rodean todo el día como una correntada,me envuelven todos a la vez.
Tú me separaste de mis parientes y amigos,y las tinieblas son mis confidentes."
Espeluznante ¿no es cierto?
La voz del hombre que desgarra su garganta en el salmo 88 es la de alguien que se aferra a sus últimos momentos de conciencia antes de caer en "la tierra del olvido". En el vacío. En la nada. Y lo hace con un lamento premonitorio: "¿Acaso haces prodigios por los muertos, o se alzan los difuntos para darte gracias?".
Pero la euforia se templa con el paso de los decenios, de los siglos, y la iglesia debe evolucionar y adaptarse a un entorno sociopolítico complejo. Por de pronto, se ha convertido en la iglesia oficial de un mundo, el de la "pax romana", que se desmorona; Alarico, al mando de un ejército visigodo, saquea Roma el año 410, lo cual significa la rúbrica del final de una época. Mientras tanto, en el seno de la iglesia hay serias divergencias sobre aspectos fundamentales del dogma, en concreto entre la escuela de Alejandría y la de Constantinopla. En lo que nos interesa, surgen dos interpretaciones sobre el infierno y el pecado original que se muestran irreconciliables: la de Orígenes y Pelagio, por una parte, y la de San Agustín, que es la que finalmente acabará imponiéndose .
Este helenista eminente se centra en el mensaje de Jesús "Dios es amor". En concreto, le interesa su infinita misericordia, y la circunstancia de que Jesús se postulara como redentor de todos los hombres, a costa de su propia vida. Si esto es así, necesariamente debemos hablar de una "apocatástasis", una restauración: en el fin de los tiempos, todos, pecadores y no pecadores, volverán a ser uno con Dios. Como Orígenes afirma:
"La redención operada por Cristo tuvo por finalidad la restauración de todas las cosas; sin duda alguna, esta redención hace sentir paulatinamente su eficacia hasta el punto en que nadie será salvado contra su voluntad. El mal no puede prevalecer con el dominio del mundo; si Dios lo permitió fue con vistas al bien; por tanto, las mismas penas de los demonios y condenados en el infierno no tienen otra finalidad que servir de enseñanza y de medicina"
En definitiva: la infinita bondad de Dios, presente en Cristo, hace ilógica la existencia de un infierno eterno.
La muerte no vino para Adán por necesidad física, sino a través del pecado.
Los niños recién nacidos deben ser bautizados a causa del pecado original. Es decir, la condición de "naturaleza caída" (natura lapsa) se transmite a cada uno de los nacidos tras la expulsión del Edén.
La gracia justificante no sólo vale para perdonar los pecados pasados sino que ayuda a evitar los pecados futuros.
La gracia de Cristo no sólo permite conocer los mandamientos de Dios sino que también da fuerza a la voluntad para ejecutarlos.
Sin la gracia de Dios no es tan sólo más difícil, sino absolutamente imposible, realizar buenas obras.
Todo este cuerpo doctrinal, que nace en San Pablo, se consolida en San Agustín y adquiere todo su rigor con Santo Tomás (vaya tres inteligencias), protagonizó recientemente la catequesis de Juan Pablo II bajo el título: "El Infierno como rechazo definitivo de Dios":
Por eso, la «condenación», no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación», consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado."
En definitiva: existe el infierno, consecuencia del libre albedrío concedido por Dios al hombre. Como afirmaba San Agustín, no puede haber salvación para quien se aleja de Cristo. Este asunto no es en absoluto baladí si usted vive en un país católico y percibe un progresivo avance de la secularización, el divorcio y los matrimonios civiles.
Orígenes o Pelagio, que pudieron haber abierto otra senda más "amable" de la doctrina cristiana, fueron finalmente rechazados. La catequesis de Juan Pablo II y Benedicto XVI es inequívoca en este sentido.
En definitiva, y después de tantas palabras leídas ¿qué podemos afirmar que hay después de la muerte? ¿El vacío de Asfódelo? ¿El perdón amable de Orígenes? ¿El infierno de San Agustín? ¿Acaso habrá tras la muerte lo que había antes de nacer? ¿Qué sentido tiene la muerte para el ser humano?
Será motivo de otro artículo, en el que hablaremos del libro "El ser y la muerte" de Ferrater Mora.
Pero, como entenderán, lo que vamos a aportar serán hipótesis.
Nos falta información de primera mano.
Por fortuna.
Por ahora.
Antonio Carrillo Tundidor