Estos días se nota muchísimo la poca afluencia de gente que está teniendo el blog. Imagino que debe ser porque es una época complicada: por un lado el verano en Europa, con las vacaciones, el calor, la playa, etc. y por otro lado, el invierno en América del Sur, también con vacaciones y tiempo libre, así que está todo el mundo disfrutando y con la rutina cambiada y es lógico que descienda el número de visitantes. Me alegro mucho por ellos porque escapar de la rutina es maravilloso y estoy seguro de que no se olvidan de este rinconcito que seguirá aquí, publicando una entrada nueva cada día, desafiando las leyes de la constancia y dejándose llevar por emociones y sentimientos comunes y pasionales pero, a la vez, íntimos y privados.
Yo no tendré vacaciones. O, para ser más exactos, no me iré a ningún sitio. Principalmente porque el drenaje que llevo en el pulmón hace mi vida muy incómoda (no me puedo bañar, por ejemplo) y, además, porque tengo programadas varias sesiones de quimioterapia, de manera que me quedaré aquí, disfrutando de mi chica, del silencio, de las películas y las series y del sentimiento maravilloso e irrepetible de estar vivo. Si lo piensas bien, me parece que casi nadie recuerda nunca haber sentido alegría por estar vivo así, sin más, no por gozar de buena salud, o por tener un buen trabajo o por estar enamorado… no, simplemente por estar vivo.
Los únicos que da la impresión de estar todo el tiempo agradeciendo cosas son los religiosos, pero con esa cantinela tan monótona tampoco parece que les haga especial ilusión estar vivos. También los niños, con su eterna vitalidad, parecen felices por el simple hecho de saltar de la cama y ver que ha llegado un nuevo día. A mí me sucede exactamente eso: veo la luz que entra por mi ventana y se me relajan las tripas y el alma, se me excitan el corazón y la mirada y sonrío con ilusión por dentro y por fuera. No puedo evitar sentir una profunda alegría por el simple hecho de vivir un día más. A pesar de que haya dormido mal y con muchas pesadillas, a pesar de que amanezca con dolores musculares y en seguida me de cuenta de que llevo un tubo que sale de mi cuerpo y se conecta a una bolsa de plástico, a pesar de todo, siento alegría de estar vivo porque cada día que pasa me acerca a la normalidad. Y la normalidad dice que si no tuviese cáncer podría vivir hasta los 80 años, de modo que cuanto más me acerque a esa cifra mucho mejor.
Al final son puras estadísticas. Simples números impersonales, vacíos y fríos son lo que nos mueve cada día. Pero yo, al menos, tengo mi arma secreta que me impide desfallecer y venirme abajo:
la infinita alegría que me da seguir vivo cada día.