Venía de Yale, tenía un nombre en la escena teatral neoyorkina y la admiración de Orson Welles (quizá, de todas sus facetas, debido a sus habilidades como mago, terreno que siempre interesó a Welles tanto como el cine)... Ahora es fácil glosar su valentía, su arrojo para dar semejantes bofetadas a todo lo que detectaba y detestaba, pero pasada la tormenta, él fue el que se se quedó mojado y tiritando, maltrechamente guarecido, sin nombre propio siquiera (se puso o le pusieron Charles de la Tour).
Siguió rodando, durante muchos años y por la exigua parte vista, con cosas realmente buenas, pero ya nada volvió a ser lo mismo, se truncó un espíritu. Tanto "The underworld story" como sobre todo "The sound of fury" ambas de 1950, las "culpables" de su sino, que ya desde sus llamativos y rotundos títulos pueden anticipar una inquietud y una vibración incorfomista de buscar por debajo de las apariencias y las mentiras de su época, son dos auténticas dentelladas en la realidad americana que empezaba a recomponerse después de la guerra en Europa y ya tenía encima otro conflicto: Corea.
Una víctima propiciatoria para el Senador McCarthy, lógicamente, que tiró del hilo de su fama de "progresista" para concluir que era una amenaza.
Es muy probable que Endfield no fuese demasiado consciente de que poco más le iban a dejar decir, porque desde luego no ahorra ni un sólo ángulo escabroso, ni por contrapartida apuesta firmemente por opción futura alguna que no fuese el más absoluto caos, con lo que, en unos años de recuperación de la normalidad - pero en los que algunos mayores viran inesperada o progresivamente a negro, pierden esperanzas o confirman malos augurios (Lang, Vidor, Mizoguchi, Matarazzo, Ford, Naruse, Guitry... y son pocos en comparación con la ola de pesimismo que arrasará los 60) y debutan en su país los jóvenes rebeldes dispuestos a remover cimientos (Ray, Fleischer, Fuller, Lupino, Losey, Karlson, Aldrich, Polonsky, Kazan... alguno muy "descreído" al poco de empezar, el resto simplemente escépticos por naturaleza) - no es extraño que su voz, nada popular entre las de esta última hornada, resultara molesta a los oídos de los que mandan.
Porque no queda títere con cabeza ni institución a salvo ni gran concepto que preside la sociedad bendecido tras contemplar ambos films, complementarios: la justicia, la prensa (la amarilla y la que cree ser guardiana de valores), los políticos, los grandes hombres de negocios, las empresas que más poder acumulaban...
Por desgracia Endfield acertó y no sólo desenmascaró tantas medias verdades contemporáneas suyas sino que pasados los años no ha quedado como un agorero, que es lo más preocupante.
"The sound of fury", la parte social del díptico - no fue planteado como tal - tuvo la mala suerte de ser confundida con un remake del "Fury" langiano con la que poco o nada tiene que ver - sólo la coincidencia de un linchamiento por una masa enfurecida - y hasta le cambiaron el nombre por "Try and get me" para diferenciarla, con poster y locandina distintas, equívocas incluso, con una caricatura del despreciable personaje que incorpora Lloyd Bridges que le da un aspecto de cómic, alejado del espíritu realista con que está tratada la historia.
En ese pobre tipo en paro (un magnífico Frank Lovejoy) que cae por necesidad de subsistir pero sin quererlo ni saber cómo en la órbita de un auténtico desalmado estaba retratada con una precisión asombrosa y sin un adorno melodramático (hasta su "aventura" extraconyugal está cargada de áspero dramatismo, con una chica claramente desequilibrada) la cara amarga de la América de pequeños pueblos y ciudades que oían hablar de la nueva felicidad y donde tal vez el progreso empezaba a vislumbrarse por la ventanas de los vecinos en forma de aparatos de televisión, pero donde nunca iba a haber grandes oportunidades.
Cualquiera que haya visitado Estados Unidos en los últimos veinte o veinticinco años (el sur, el norte, la forntera, qué mas da, todo lo que quede lejos de grandes ciudades) habrá comprobado que efectivamente, como decía la canción, la gente corriente sigue pagando por los escalofríos, las facturas y las pastillas que matan.
"The underworld story", que se estrenó antes, todavía contaba con un ramillete de actores conocidos (Dan Duryea de protagonista, el ilustre Herbert Marshall o un secundario como Howard da Silva; en "The sound...", aparte de Bridges, reconocemos a Art Smith, el inolvidable amigo de Bogart en "In a lonely place" y a Renzo Cesana, recién salido de "Stromboli", todos perfectamente adecuados) y hasta se pudo pensar que anunciaba a un futuro clásico - variante "combativa", ya que no habían prestado mucha atención al debut de Abraham Polonsky hasta que fue destacado por medios británicos - del que enorgullecerse el cine americano.
Porque sus conclusiones son tan demoledoras como las de "The sound of fury".
La clave es que se decide a reducir a la mínima expresión los elementos de evasión que siempre tienen las historias con el hampa de por medio, de paso anticipando - atreviéndose a hacerlo en la dudosa persona de Duryea - el futuro que soñará y la oportunidad como realizador que nunca le fue concedida: la de volver a la batalla que le interesaba tras ser desterrado.
Con una fotografía tenebrista, impresionante, de Stanley Cortez, el film vendría a ser la otra cara del espejo de "Park row", en el sentido de que insufla melodrama donde Fuller recurre a la comedia.
Un melodrama de apariencia estándar y en el fondo, brutal, irreal, muy pronto se diría que sirkiano.