Iniciación a faemino y cansado (a través de kierkegaard)

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
Yo voy a seguir poniendo el énfasis en la fe como palanca para seguir discurriendo hacia lo que hay más allá (no necesariamente el “más allá” de esta vida, en el que me gustaría creer, pero no creo… aunque no haya perdido la fe); es decir, insistiré en lo que, desde dentro de nosotros mismos y por encima de las circunstancias, empuja a seguir adelante. Ésta de este artículo, por tanto, sigue siendo de cal, como la del anterior (la de arena es lo que de nosotros da a la realidad, al mundo objetivo, a la circunstancia).

Para seguir adelante en la vida, hay que sobreponerse al absurdo, que es la materia prima del mundo (“ápeiron” lo llamaba Anaximandro, más naturalista: “lo indefinido” o indiferente, es decir, que no hace ni puñetero caso de nuestra necesidad de atenerse a un sentido). Para tratar de entender por dónde va la vida, proponía Kierkegaard: “si la razón no es suficiente, exploremos el absurdo”, como tuvieron que hacer en Auschwitz los que se resistían a condenar a Dios.

Dio Kierkegaard vueltas y más vueltas (de una manera, más que obsesiva, apasionada) a las peripecias a las que tuvo que enfrentarse Job, la víctima por excelencia, que, en una demoledora acumulación de desgracias, perdió sucesivamente a sus hijos, su ganado, su riqueza y su salud. A partir de ahí (¡tratad de poneros en su lugar!), o encuentras la manera de seguir adelante o… tiras por la calle de en medio, la que escogió Primo Levi (el suicidio). ¿Cómo encontrar sentido a una vida para la que se han caído todos los palos del sombrajo, que ha traspasado de largo el límite de lo tolerable? Los estoicos dieron su receta: ataraxia, inmutabilidad, resignación. Hegel, la suya (Hegel es la de arena): trascender a lo supraindividual, porque para los individuos no hay salida, todos acabamos cascándola, y los fracasos anteriores no son sino necesarios ejercicios preparatorios para cuando llegue ese último. Fichte, primo hermano ideológico de Hegel, no se anduvo con contemplaciones cuando dijo: “el individuo no existe, no debería contar para nada, sino desaparecer completamente; sólo el grupo existe”. Los cristianos, por su parte, siguiendo la estela de los judíos, y en contra de los estoicos y de Hegel, dijeron: hay que seguir adelante, y como individuos, no como átomos de lo universal, aunque no encontremos razones para ello. ¿Cómo hacerlo entonces, si lo que la realidad demuestra es que no tiene sentido seguir? Con fe. Viktor E. Frankl, otro de los prisioneros judíos de Auschwitz, donde perdió a toda su familia, a partir de las Navidades de 1941-42, en que aconteció una epidemia masiva de suicidios en el campo de concentración, se dedicó a intentar transmitir esa fe a los demás prisioneros para poner freno a aquellos suicidios en masa. Allí fundamentó su método psicoterapéutico, la logoterapia o terapia del sentido.

Al tratar de definir lo que es la fe es fácil caer en el simplismo. Kierkegaard puede que, en general, se pasara de profundo, pero, a este respecto, empezó también por exponer la idea en su forma más simple: decía que la fe era lo que le llevaba a Job a creer que era posible recuperar a sus hijos, su riqueza, su salud, porque “Dios significa que todo es posible y que todo es posible significa Dios”. “Vale, majo –estamos tentados de decirle–, pero a ver si te vas enterando de que los Reyes Magos son los padres, y Freud dice que Dios también. ¿A ti te han dado el título de filósofo en una tómbola o qué?”... Nos refrenamos y no le decimos nada, porque no es tan simple la cosa como parece, claro. Además, si un día queremos entender a Faemino y Cansado, tendremos que ir a las fuentes y antes entender bien a Kierkegaard.
La fe no hace referencia a la realidad objetiva, sino a una disposición interior; no hablamos del ámbito en el que tienen lugar los resultados, sino de aquel otro en el que residen los principios. Cuando decimos que Job era un hombre de fe, estamos hablando de que, tras una primera fase en la que cedió a la resignación, y persistentemente respondía a quien le preguntaba por su situación: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó”, a partir de cierto momento renegó de su suerte y, de manera correlativa, decidió mantener interiormente vivos a sus hijos y el resto de sus bienes. Uno, para poner en marcha su vida, necesita extraer de sí cierta energía, poner a producir su capacidad de ilusionarse, de entrega a la tarea. Eso es una disposición personal previa a la producción de resultados, que, si hay suerte, acabarán llegando… pero si no hay suerte, no. O puede que los consigas, por ejemplo, formar una familia, conseguir una posición en la vida, tener salud para disfrutarlo, y acabes perdiéndolos, porque, no hay que darle muchas vueltas: vivir es también ir acumulando pérdidas, despidiéndote de lo que una vez tuviste. Y entonces, ¿qué hacemos con aquella disposición interior que precedía a los resultados? ¿La dejamos morir a medida que éstos se transforman en fracasos? Si es así, si el sitio que ocupaban aquella energía y aquellas ilusiones en ebullición dejamos que lo “rellene” el vacío, corremos el peligro de que ese vacío acabe haciendo metástasis (y no estoy seguro de que esto que digo sea sólo una metáfora).

Sobre los resultados, que es algo que acontece ahí afuera, en el mundo, no tenemos responsabilidad en última instancia; sólo la tenemos de nuestra manera de estar en ese mundo y en la vida, de nuestros principios… de nuestra fe. Fe es creer independientemente de lo que vemos, de lo que ocurre ahí afuera, en el lugar donde se recogen los resultados. Job mantuvo vivas su disposición, su energía, sus ilusiones. Las mantuvo vivas a través del dolor por la pérdida, no porque alucinara creyendo que seguía teniendo lo que estaba irreparablemente perdido. Y, dice la Biblia, Dios, finalmente, le devolvió el doble de lo que había perdido. ¿Se lo devolvió en el mundo real, en el mundo de los resultados, por ejemplo teniendo nuevos hijos, o sólo en el de las representaciones? No entra en tantos detalles el narrador. Pero Kierkegaard tiene ya con eso claves suficientes para mostrar su argumento: hay que seguir viviendo como si aquello que deseamos, aquello que sale de nosotros con tanta fuerza como la que se manifiesta en forma de cariño hacia un hijo, tuviese efectivamente un objeto real sobre el que proyectarse. De modo que, si en la realidad no existe ese hijo, podamos buscar objetivos alternativos sobre los que seguir proyectando aquella energía; una energía, insistamos en ello, que existe antes de los resultados, y que no podemos dejar impunemente que se apague, porque en la misma jugada se irá apagando todo nuestro ser. Vale también esto como forma de prevenir los suicidios en un campo de concentración (en la vida misma, cuando se le parezca en algún sentido): gracias a la fe se vive incluyendo entre las circunstancias la representación de lo que deseamos, y que quizás nunca tendremos.

En suma, que la vida es el proceso que se pone en marcha al encontrarse un yo (un emisor de fe) con una circunstancia (un almacén de resultados), ambos inextricablemente juntos, pero no revueltos. Así que vuelvo a poner a Ortega entre las etiquetas.