Eso explica que nos quedemos igual ante la corrupción de nuestros políticos o ante las estafas perpetradas por quienes han sido miembros de la casa real contra los fondos públicos, fondos que nos pertenecen a todos y que podrían haberse utilizado para evitar que se cerrasen alas de hospitales o para construir escuelas en mejores condiciones que las que ofrecen los barracones provisionales o para evitar que muriera mucha gente esperando una intervención quirúrgica o un tratamiento que le denegaron por falta de recursos en la Seguridad Social, que dicho sea de paso, también pagamos todos los que trabajamos con lo que nos descuentan cada mes de nuestras nóminas.
Es curioso ver cómo ya nadie habla del caso Noos. Qué pronto se ocupan los divulgadores de noticias de esconder o ensombrecer lo que no interesa que la gente recuerde. El truco está en bombardear a esa opinión pública con nuevas noticias que desprestigien a las personas o personajes que al sistema le interese más hundir en cada momento. Y así nos tienen, igual de distraídos que tenía la dictadura a nuestros padres y abuelos con la televisión o con el fútbol. Porque, mientras la gente desconecta de la realidad con la llamada tele basura o con la euforia de las pataditas al balón o de la fórmula 1, a nadie le va a dar por pensar en lo que el sistema considera que no se debe pensar. Con nuestra abstracción, le estamos dando carta blanca y total impunidad a todo el entramado político y socioeconómico que está dirigiendo nuestros destinos. ¿De qué nos va a servir quejarnos de la situación que vivimos si seguimos de brazos cruzados, aceptando de buena gana lo que nos echen?
Para cambiar algo de verdad, a veces tenemos que empezar por cambiarnos nosotros. Por concienciarnos más de hasta qué punto estamos conectados a ese sistema que no nos gusta.
El movimiento 15M y otros movimientos que tuvieron lugar por la misma época en diferentes lugares del mundo, desembocando en lo que se dio en llamar “Primavera Arabe”, fue un ejemplo del poder que pueden llegar a tener los ciudadanos cuando se unen para luchar por una causa común. Ese poder se ha traducido en un cambio de color en el mapa político español, aunque no de gobierno. Seguimos gobernados por los mismos. Han perdido mayoría absoluta, pero ahí siguen. En el camino se han descabezado partidos como el PSOE y han desaparecido otros como Convergencia i Unió y las ciudades más importantes del país están en manos de personas muy cercanas a Podemos.
Aunque, en sus primeros momentos, Podemos representase un soplo de aire fresco para mucha gente, los pasos que les han ido trayendo hasta el presente han demostrado que tampoco ellos son la solución para este país, porque no se puede liderar un pueblo del siglo XXI con los mismos discursos rancios y la misma desconfianza hacia los empresarios que ya airearon otros políticos al inicio de la democracia. Aquel momento no se corresponde con el de ahora. La gente de entonces, aunque muchos de ellos sigamos viviendo ahora, ya no somos las mismas personas, porque nuestras experiencias nos han modelado al discurrir por distintos cauces. En cuarenta años España y el mundo en general han dado un giro radical y la globalización y la irrupción de internet en nuestras vidas han contribuido a que ya no tenga sentido alguno seguir hablando de las dos Españas, ni de castas, ni de obreros oprimidos, ni de patrones que les explotan.
No cometamos los mismos errores que se cometieron en tiempos de la República y de la Guerra Civil, cuando algunos defensores del bando republicano abusaban de su supuesto poder del mismo modo en que lo había hecho antes el fascismo y lo siguió haciendo después. Quemar conventos, confiscar propiedades privadas, pegar tiros en la nuca junto a las tapias de los cementerios o violar a monjas, entre otras muchas barbaridades… ¿en qué diferencia a un bando del otro?
La violencia, enarbole la bandera que enarbole, siempre será igual de despreciable y de condenable. Nunca nos hará mejores que nuestros adversarios.
En el siglo XXI, si lo que de verdad queremos es construir entre todos un mundo más igualitario y más justo para todos, no podemos dejarnos arrastrar por el primer “salva patrias” que reclame nuestro apoyo, pero tampoco por ningún espíritu incendiario que amenace con que dejemos de pagarle nuestras deudas a Europa o que pretenda expropiar propiedades privadas para, supuestamente, entregarlas a los más necesitados. En los países por los que se dejó sentir la “primavera árabe” ya hemos visto en qué acabó todo: más represión, más muerte, menos esperanza de que cambien de verdad las cosas.
Que no nos engañe el canto de las Sirenas como le pasó al viejo Ulises. Pero tampoco nos quedemos de brazos cruzados, resignándonos a aguantar nuestra pobre suerte.
Juntos, tenemos más poder del que imaginamos. Lo demostramos con el 15M y lo hemos hecho cada vez que se han recogido firmas para impedir que se aprobase una ley tan injusta como la de la reforma del aborto o para lograr el indulto de alguien, o para conseguir que se paralizaran muchos desahucios. Disponemos de recursos mucho más potentes de los que hubiesen soñado nunca nuestros padres o abuelos. Tenemos las redes sociales, tenemos los libros y vivimos en un mundo en el que todo está mucho más al alcance de todos, aunque no se disponga de los medios para comprarlo. Ahora lo que cuenta es tener acceso a lo que necesitamos. Ya no es necesario comprar algo para poder beneficiarnos de su uso. Ahora podemos tomarlo prestado en una biblioteca, o alquilarlo por horas o por días, o comprarlo de tercera o cuarta mano en webs como ebay.
Utilicemos todos esos recursos para formarnos nuestra propia concepción del mundo y hagamos lo posible por hacernos oír, evitando mirar para otro lado cuando una situación nos revuelva el estómago y nos mantenga la conciencia despierta por las noches.
En Islandia, mientras aquí se decidió rescatar a los bancos y nos quedamos igual, el pueblo salió a la calle y se negó a hacer lo mismo. No por ello se formó ninguna revolución ni se disparó un solo tiro. Pero el caso es que sus banqueros y sus políticos corruptos acabaron en la cárcel e Islandia logró salir de la crisis mucho antes que el resto de países europeos.
Si ellos lo consiguieron, ¿por qué no podríamos hacerlo nosotros?
Quizá tenga que ver algo el clima. Los islandeses viven en el hielo y de nosotros siempre se ha dicho que somos de sangre caliente. Más nos valdría poner a enfriar nuestras pasiones antes de preparar nuestras protestas y utilizar nuestro vocabulario para argumentar de la forma más adecuada y convincente nuestras reivindicaciones. Alejémonos de la verborrea fácil, de los insultos gratuitos y de las actitudes despreciativas que tanto caracterizan a quienes pretenden ganarse nuestra confianza cuando necesitan de nuestros votos para alcanzar sus sillas en el parlamento.
Aprendamos a leer entre líneas y a descifrar los mensajes gestuales. Perdamos el miedo, porque peor de lo que estamos ya no podremos estar. Nos están diciendo que peligran nuestras pensiones de jubilación, que tendremos que trabajar hasta los 67 o 70 años, que pronto no habrá presupuesto para pagar las pagas dobles de nuestros funcionarios, que las tasas de la universidad de nuestros hijos no van a parar de subir, que nos vamos a tener que acostumbrar a pagar la luz cada vez más cara o que, si alguien nos deja una herencia, vamos a tener que vender nuestra casa para poder hacer frente a los impuestos que se deriven de su aceptación. ¿Qué más nos tienen que decir para que despertemos de una vez?
Porque, mientras nos dicen todo eso, nos siguen bombardeando con noticias de corrupción en cualquier ámbito: político, financiero, sanitario, empresarial. No hay presupuesto para asegurar nuestros servicios más elementales, pero en cambio, sí lo hay para pagar sueldos astronómicos a asesores elegidos a dedo que muchas veces no tienen ni idea de lo que tienen entre manos. También lo hay para pagar indemnizaciones vergonzosas por pre-jubilación a banqueros que con cincuenta y pocos años ya se pueden permitir vivir a cuerpo de rey sin darle un palo al agua. Ya no hablemos de las jubilaciones de los políticos. Con siete u ocho años de servicio les basta para cobrar una elevada pensión vitalicia, mientras que a un trabajador cualquiera le exigen un mínimo de 37 años cotizados y haber cumplido los 67 años para obtener una pensión que muchas veces será ridícula. Y eso contando que la lleguemos a tener.
¿Qué les hace pensar que un banquero, un político o un futbolista son mejores que el resto de ciudadanos?
Tampoco el resto de empresas se salva de esas discriminaciones tan sangrantes. ¿Cuántas hay que pagan sueldos miserables a empleados que llevan con ellos más de 15 o 20 años asumiendo infinidad de responsabilidades y, en cambio, se dejan deslumbrar por el primer jeta que les entra por la puerta y acceden a pagarle un sueldo astronómico sólo por el supuesto prestigio que obtendrá su empresa de cara a la galería por tenerle en nómina? Esas mega estrellas que ahora se conocen como influencers y que muchas veces han surgido de la nada, simplemente porque han sabido estar en el momento adecuado en el lugar que más les convenía, no suelen quedarse mucho tiempo en las empresas porque no siempre saben demostrar más potencial del que les otorga su propia imagen. Acostumbran a ser como flores de un día, pero mientras se está bajo su influjo, provocan que se marchiten muchas otras flores de su alrededor. Flores que de verdad merecen estar en ese jardín y ser admiradas.
Imitemos a Islandia. Atrevámonos a decir basta y reclamemos nuestros derechos, pero sin dejar de ser educados, de mostrarnos amables y de cumplir fielmente con nuestras obligaciones contraídas con el otro. Esto no va de lucha de clases ni de bandos enfrentados. Va de personas que sueñan vivir en un mundo que las trate con el respeto que se merecen, sean de donde sean, tengan el color que tengan y crean lo que crean. Pensar y encarrilar nuestro propio ideario, lejos de enfrentarnos a quienes piensen de modo diferente, debería acercarnos más unos a otros.
Buscando el enfrentamiento, la diferencia y los puntos flacos del supuesto adversario lo único que hacemos es darle pie para que él acabe haciendo lo mismo con nosotros.
Dejemos de ver a nuestros jefes como a patrones que tienen la sartén por el mango y empecemos a mirarles como si fueran nuestros clientes. Porque, de hecho, no dejamos de ser sus proveedores. Les proveemos nuestro trabajo, nuestros conocimientos y el tiempo que pactamos en el contrato que nos une a ellos. Si ellos nos despiden tendremos un problema, pero si somos nosotros los que decidimos plantarnos, el problema lo tendrán ellos, porque se quedarán sin proveedores. Si es un caso aislado probablemente ni lo notarán, pero si de repente buena parte de la plantilla les dice que las cosas no pueden seguir así, la cosa cambia.
La unión hace la fuerza, pero en estos casos, la fuerza no debería ir acompañada de la violencia ni de la amenaza de huelga. Todas esas tácticas son recursos demasiado antiguos que no tendrían que tener cabida en el mundo actual. Si logramos mantener la cabeza fría, somos lo suficientemente civilizados como para sentarnos y hablar de tú a tú con nuestros oponentes. Plantearles abiertamente nuestro descontento e intentar renegociar las condiciones de nuestro acuerdo. Un acuerdo que las dos partes suscriban sin coacciones de ningún tipo y que beneficie a ambas, porque una empresa no funciona sin empleados y esos empleados tampoco podrían subsistir sin la empresa.
Para lograr un cambio en quienes regentan el poder, primero hay que cambiar los cimientos del sistema. Los cimientos que sostienen nuestro sistema socioeconómico somos los trabajadores asalariados, los profesionales autónomos y las pequeñas empresas. Si perdemos el miedo y dejamos de resignarnos ante lo que nos parece injusto y empezamos a replantearnos nuestra relación con las empresas o con los organismos de los que dependemos, alguna cosa se moverá. Paulatinamente, los cambios irán ascendiendo hacia todos los niveles de la jerarquía que aguanta el peso de todo el sistema. Los de arriba no permitirán que se tambaleen los cimientos porque toda la estructura se podría venir abajo. Algo tendrán que cambiar para convencer a sus subordinados.
Cuando uno se hace valer, obliga de alguna manera a su oponente a que le mire de otra manera y a que cuide más sus formas y su estrategia a la hora de dirigirse a él.
Si un pueblo se une, como tuvo la valentía de hacerlo Islandia, y le dice a sus políticos que no va a consentir más casos de corrupción ni más estafas bancarias, a sus dirigentes no les va a quedar más remedio que actuar en consecuencia o dimitir.
En España hay demasiados políticos y demasiados intereses creados. La población de a pie tampoco se salva de la corrupción, porque estamos infectados de economía sumergida.
Sigue habiendo mucha gente que se justifica argumentando que “si los políticos no declaran lo que ganan o lo que roban, ¿por qué lo tengo que declarar yo? Ellos tienen mucho y yo sólo saco para darle de comer a mis hijos”
Lo más triste es cuando ese tipo de justificaciones se propagan como una epidemia y llegan a cobrar un carácter de legitimidad. Esas personas no entienden o no quieren entender cuando se les intenta explicar que, si todos hiciéramos lo mismo, el país no tendría dinero para mantener nada en pie, porque todo sale de los impuestos que pagamos los trabajadores y las empresas.
Quizá esa economía sumergida tenga mucho que ver con esa pasividad nuestra ante los graves problemas que padece nuestro país. A los trabajadores y a las empresas que participan en ella no les interesa que cambien las cosas, porque ellos saldrían perdiendo al tener que pagar los impuestos y los seguros sociales que ahora no pagan. Por eso esa gente no sale a la calle en masa para reclamar un cambio, porque a ellos ya les va bien dejar las cosas como están. Aunque, eso sí, no están dispuestos a renunciar a las ayudas sociales que da el gobierno porque “están en su derecho de cobrarlas”.
Mientras no reeduquemos a la sociedad desde su base, concienciándonos de la responsabilidad que tenemos cada uno en el tipo de país que tenemos, por mucho que nos quejemos, por mucho que escribamos o por mucho que intentemos convencer a nadie de que, así, no vamos a llegar a ninguna parte, seguirán ganando las elecciones los mismos partidos y nos seguirán robando a todos los mismos corruptos. Porque, aunque nos duela reconocerlo, en España estamos a años luz de Islandia y llevamos la corrupción y el pillaje en la sangre.
Estrella PisaPsicóloga col. 13749