Arabia Saudita acaba de ser elegida miembro de la Comisión de Derechos de la Mujer de la ONU, como si se le agradeciera mantener a sus 15 millones de mujeres como esclavas religioso-sexuales del fanático wahabismo.
Mujeres con el valor de la mitad del hombre, además de evaluable en camellos o cabras, recluidas en las casas, con un analfabetismo del 52,6 por ciento, esposas o concubinas sometidas a la poligamia: son el ideal del machismo musulmán, que continúa en el medioevo.
Mujeres que a las que ejecutan por cualquier infracción de la moral religiosa y que sólo pueden salir de casa con algún hombre de la familia envueltas en el niqab, ese asfixiante sudario negro entre calores del desierto.
Estas comisiones de la ONU de la mujer o de los Derechos Humanos, y también de la UNESCO –la que proclama que los judíos no tienen nada que ver con Jerusalén--, son en realidad la muestra de la corrupción moral de casi todos los países.
El informe del 2015 sobre la desigualdad de género del Foro Económico Mundial situó a Arabia Saudí en el número 134 de un total de 145 naciones; incluso es el único lugar del mundo donde las mujeres no pueden obtener el carnet de conducir.
Su entrada en la Comisión de Derechos de la Mujer obtuvo los votos de, al menos nueve democracias, quizás también el voto secreto español para afianzar su tren de alta velocidad Medina-La Meca.
Que no extrañe: la ONU ha prostituido sus objetivos iniciales, el primero de ellos la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948: desde 2009 a 2016 la dictadura religiosa saudita permaneció en su Comisión de Derechos Humanos sin que hubiera noticia de protestas serias de activistas de esos derechos.
Ahora, y tras tres mandatos de tres años en esta última Comisión, la abandona para pasar a la de la mujer. El petróleo de Alá es grande en la ONU.
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SALAS