Fue inútil que Fortunato, alzando su mortecina antorcha, tratara de verlo hondo del nicho. La débil luz no permitía adivinar dónde terminaba.
Edgar Allan Poe, El barril de amontillado
El guirigay de las conversaciones a veces era ensordecedor y la televisión, que nadie atendía, contribuía aun más a ese batiburrillo de voces y ruidos. Era una habitación de tres camas y las tres estaban ocupadas por sendos enfermos. No se permitía más que tres visitantes por paciente, que para el tamaño de la habitación, apenas veinte metros cuadrados, ya era un exceso. Afortunadamente, en la medicación que le suministraban mediante goteo, iba incluido algún sedante, por lo que se dejó mecer por ese mismo griterío y consiguió un dulce duermevela.
De pronto, algo le sobresaltó. Abrió con dificultad, no exenta de pereza, los ojos y no vio nada. Necesitó unos segundos para recordar donde estaba. ¡Eso es! Estaba en el Hospital General. En la planta séptima, en traumatología. Después del accidente tenía escayolada hasta la lengua, como le decía el gracioso de la cama de la izquierda. Se encontraba inmovilizado en la habitación setecientos quince, en la cama del centro, la B rezaba un pequeño cartelito encima del cabecero. Los ojos se iban acostumbrando poco a poco a la oscuridad. Recordó que había intentado dormirse con la habitación llena de gente y la televisión encendida. Eso fue, más o menos, a las tres de la tarde. Era imposible que hubiera dormido tanto como para que fuera ya noche cerrada. Además, las enfermeras no le hubieran permitido dormirse sin cenar. Miró a su derecha, allí estaba… No, no había nadie. Era imposible que le hubieran dado el alta al muchacho, Ayose dijo que se llamaba. Le habían operado por la mañana de la rodilla y según le dijo, tenía para una semana de hospital y luego empezaría una rehabilitación dura y laboriosa, que le llevaría varios meses, hasta conseguir la total recuperación de la rodilla. Además, la cama estaba vacía, pero sin hacer de limpio y siempre que se iba alguien, ya fuera por recibir el alta o por traslado a otra habitación, enseguida venía la auxiliar y la arreglaba. Giró la cabeza hacia la izquierda, allí debería estar Jandri, el gracioso de turno, el que le había dicho lo de la escayola en la lengua. Pues no. Tampoco estaba, y la cama se encontraba en la misma situación que la de Ayose. Prestó atención por si los oía en el baño, pero el silencio era absoluto. Tampoco en el pasillo se oía nada. Ahora que se daba cuenta, era eso lo que lo había sobresaltado. El silencio. Miró el reloj que tenía sobre la mesita de noche. Era un reloj despertador de diseño antiguo, redondo, con sus dos campanitas en la parte alta. Marcaba las seis y veinte. No podían ser de la mañana, pues en ese caso ya estaría amaneciendo. Tenían que ser las seis y veinte de la tarde, pero entonces por qué esa oscuridad casi absoluta. Y por qué ese silencio. Era hora de visitas y todas las habitaciones deberían de estar inundadas de visitantes hablando unos con otros y con los enfermos y con las enfermeras. ¿Qué estaba pasando?
Intentó cerrar los ojos y volver a dormir, huyendo, de ese modo, de la sensación de angustia que le atenazaba. Comenzó a contar: uno, dos, tres… veintisiete… cuarenta y tres… noventa y nueve, cien. Al llegar a los primeros cien, extendió el meñique de la mano derecha, como hacía siempre que contaba para dormirse. Nunca seguía con ciento uno, ciento dos, etcétera. Volvía a empezar desde uno y marcaba las centenas con los dedos de la mano, empezando por el meñique de la mano derecha y acabando, bueno, en realidad nunca acababa, con el pulgar de la mano izquierda. Esta forma de contar para relajarse y dormirse, que la venía utilizando desde niño, siempre le había funcionado. Por muy aterradores que fueran los fantasmas que le visitaran y los había habido realmente terroríficos, siempre conseguía desviar sus pensamientos hacia el conteo y la forma de llevarlo, con lo que conseguía el objetivo de olvidar sus preocupaciones, relajarse y dormir. Pero en esta ocasión no pudo. No consiguió llegar más allá de quince. Enseguida volvía la sensación de miedo y se olvidaba de contar, centrando toda su atención en intentar captar algún sonido, por leve que fuera. Ni siquiera oía su propia respiración. La notaba. Sabía que estaba respirando y que el corazón latía en su pecho con fuerza, pero no lo oía. Miró hacia la ventana. La distinguía, veía el marco, las puertas cerradas. Notaba la transparencia de los cristales. Pero no conseguía escrutar nada a través de ella. Ni una luz, ni un reflejo, ni un edificio silueteado a lo lejos. Sabía que su habitación no daba al mar, sino al Polígono, y que desde su ventana se veían los feos edificios de quince plantas que lo componían. Sin embargo, nada de eso se conseguía adivinar a través de la ventana.
Poco a poco, el pánico lo fue inundando. Se sabía indefenso, postrado en ese camastro con las dos piernas escayoladas, al igual que los brazos y el resto del cuerpo vendado como si de una momia se tratara. Por su cabeza fueron pasando las posibilidades más absurdas. Una invasión extraterrestre. O de muertos vivientes. O el fin del mundo y por cualquier despiste de los tan característicos en él, no se había enterado y era el único superviviente, aunque por poco tiempo, pues inmóvil en una cama de hospital y sin alimentos, poco duraría. O un sicópata que estaba yendo habitación por habitación matando a todos los pacientes y que por algún motivo que se le escapaba lo había dejado a él para el final. Al pensar en esta idea, se dio cuenta de que a lo mejor no iba desencaminado. Recordaba haber leído en la prensa, hacía pocos días, que un desconocido entró en una residencia de ancianos e hizo una auténtica escabechina, matando a más de veinte y dejando heridos a otros tantos, algunos de mucha gravedad. Y se había dado a la fuga, sin que hasta el momento se tuviera la menor idea de su identidad. Eso debía ser. El sicópata había utilizado a los ancianos como campo de ensayo y ahora, con la maestría ya adquirida, había ido hacia un objetivo mayor: todo un hospital. Pero enseguida pensó que era absurdo. Eso no justificaba el absoluto silencio, ni la ausencia casi total de luz a las seis y media de la tarde, o de la mañana, que aun no tenía la certeza de la hora. Tendría que haber otra explicación. Pero una y otra vez le venía el asesino de ancianos a la cabeza. Y de pronto… Sí, había oído algo, como un leve chirrido, muy tenue, casi imperceptible, pero en ese silencio absoluto, sonó como un trueno a sus oídos. Empezó a correrle un sudor frío por la frente. Tenía la cabeza girada hacia la ventana, lo que hacía que la puerta quedara a su nuca. Quiso girarse para mirar hacia la puerta, pero el terror le atenazaba el cuello. Era como si su cuerpo pensara aquello tan pueril de: si no lo veo, no existe. Poco a poco consiguió ir girando el cuello y fijó la vista en la puerta.
Sí, estaba girando el pomo de la puerta.