El inocente -al menos en mi concepción- se anima a retirar todo lo asimilado, lo aprendido, se cierra al vacío para dar paso a un renovado aire de conocimiento, dispuesto, abierto de par en par a lo que surja.
Ser inocente –y no ingenuo- es animársele al niño que llevamos dentro sin que importe el juicio externo en lo más mínimo, sino dando rienda suelta al abanico de oportunidades que se despliegan al ver, al divisar escenas y realidades dispuestas a ser resueltas con ese ojo inocentón, de primera vez.
Comportarse inocentemente es hacer eje en todo lo que tiene para aportarnos lo que nos toca estar viviendo y dejar margen para la improvisación.
El conservador, el que pretende mantener todo como está, es el opuesto al del inocente comportamiento que deja un margen abierto para la puerta de su percepción.
Puede crear sólo aquel que se libera, del miedo al vacío, del paso en falso, de qué dirán constante, de aquel que no se animó a preguntarse y antes que eso pone el semblante del que cree que por criticar a otro logrará algo, y antepone una distancia entre su decir y hacer.
El inocente hace malabares con los planos y roles de la circunstancia, sin importar la relevancia, es permisivo y afloja en su obsesión.