Inquina

Por Sergiodelmolino

Hace unos días llegó al correo genérico de nuestra sección en el periódico un mail encolerizado de una mujer que decía ser profesora de lengua y estaba indignadísima de ver constantemente cómo publicábamos palabros como deuvedé, márquetin o cedé y que dejáramos sin acentuar los pronombres demostrativos. En términos muy ásperos, nos daba una lección de ortografía y de escritura de siglas en el idioma español. Como me habían dejado solo al timón ese día, me tocó atajar el asunto y responderle, con mi proverbial y seductora amabilidad, que esas cosas que ella percibía como monstruosos errores fruto de nuestra inabarcable ignorancia no eran más que normas de estilo adoptadas por la dirección del periódico siguiendo recomendaciones de la Fundación del Español Urgente (Fundéu). Podría o no estar de acuerdo con ellas, y podrían o no responder a las normas aceptadas al uso, pero respondían a una decisión consciente, no eran resultado de una deficiente escolarización.

La mujer no volvió a escribir para darme las gracias por la explicación -que me llevó unos minutos de tiempo que a la empresa que me paga le cuesta dinero, ya que podría haberlo dedicado a otras tareas más productivas y rentables-. Su silencio me confirmó dos cosas: que estaba ante una señora muy maleducada que no me gustaría tener como profesora de lengua de mi hijo, y que lo último que le preocupaba era la ortografía y la ortotipografía del idioma castellano. Lo que quería era echar una buena bronca y que a alguien se le cayera el pelo.

Los periódicos -y supongo que los medios en general- son un gran catalizador de malos rollos. Cumplen una función terapéutica básica que debería de estar subvencionada por el Estado, pues si toda esa ira no se canalizara a través de la correspondencia y de las llamadas telefónicas -y a veces, horror, hasta de visitas personales-, acabaría desbordada en forma de eclosión social, con guillotinas y muchedumbres recorriendo las calles con antorchas en busca de cuerpos a los que linchar.

Lo que se ve en la sección Cartas al director es sólo la punta del iceberg. Cada plumilla, cada pequeño gacetillero, cada personita que alguna vez ha colocado su nombre junto a un texto impreso en un periódico, se ha encontrado con su cruz particular. Hay mucha gente con muchas ganas de zurrarnos la badana, y ay del que deposicione una errata, ay del que confunda un Paco con un Francisco, ay del que se vea infectado por un lapsus calami.

Porque somos humanos, y nos cansamos, oímos mal, nos dejamos un decimal al hacer una suma, abrimos paréntesis que nos olvidamos de cerrar y escribimos a trompicones mientras treinta teléfonos suenan a nuestro alrededor y un jefe nos grita de todo menos bonitos. No es excusa, pero es así: un periódico no se hace en un laboratorio insonorizado y ajeno a las pasiones del mundo, por lo que se asume generalmente que va a haber un porcentaje más o menos razonable de deslices. Porque, muchas veces, todas esas mierdecillas resisten a la cadena de revisiones y llegan al kiosco en forma de cagadas. ¿Inevitables? Nada es inevitable, pero salvando los errores graves y los que pueden comprometer la credibilidad del medio o del firmante -o de la persona cuyas palabras se entrecomillan-, por lo general, son lo bastante nimios como para que un lector razonablemente educado los pase por alto con elegancia. Sólo cuando la cantidad y reiteración se hacen insufribles está justificada la ira del lector, que yo entiendo que ha de ser proporcional al fallo criticado.

Porque hay gente que se agarra unos choteos mayúsculos por erratas minúsculas de manual.

Y ojito que no te coja tirria uno de estos amargados de estilográfica afilada.

Yo, como todos, he recibido tortas a granel, por mail, carta, teléfono y en persona. Va en el sueldo. Pero tengo guardados tres o cuatro episodios un poco más inquietantes.

Durante una temporada, me persiguió un señor que escribía largas cartas a mano recriminándole al director de mi periódico alguna errata. Creo que lo peor que llegó a pillarme fue un baile de fechas. El hecho de que enviara sus diatribas directamente al director y no a mí indicaba que lo que buscaba no era que me enmendara, sino que se me cayera el poco pelo que me quedaba. De hecho, así lo manifestó en una misiva, a la que adjuntó cinco euros para colaborar en los costes de mi despido si la empresa no tenía dinero para financiarlo.

Creo que tras un intercambio epistolar con el propio director -yo me negué a responderle, ya que las cartas no iban dirigidas a mí, y no creo que supiera que me las entregaban-, desistió de su obsesión. Yo soy feliciano y despreocupado, pero este tipo me creó cierta paranoia: ese señor la tenía tomada conmigo, le irritaba sobremanera lo que escribía y quería verme sufrir. No llegué a atisbar el origen de su odio, pero era profundo.

Por pura deformación profesional, indagué quién era y si habíamos tenido alguna relación o desencuentro en el pasado y yo lo había olvidado, pero resultó ser un comerciante del centro de la ciudad al que yo jamás había entrevistado ni citado, ni a él ni a su negocio. Estuve tentado de acercarme por su establecimiento y devolverle los cinco euros, pero luego pensé: qué coño, les daré uso. Y me compré una caja de preservativos. Bueno, parte de una caja, que van más caros. Así transformé su inquina en amor.