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Insectos Comunes: ‘El zumbido de las vacas voladoras’

Publicado el 16 marzo 2018 por Benjamín Recacha García @brecacha
Insectos Comunes: ‘El zumbido de las vacas voladoras’Si pulsas en la imagen, podrás acceder a la descarga de la revista en pdf en payhip.com

Con el aroma de la primavera acariciando nuestros élitros, los Insectos Comunes hemos salido de la hibernación dispuestos a regalaros una buena dosis de experimentación literaria. Tras un largo tiempo de silencio, regresamos con energía renovada y una revista en la que encontraréis cinco relatos sobre vacas voladoras. Sí, habéis leído bien, ¿qué pasaría si las vacas volaran? Un tema que, aunque no lo creáis, da mucho juego.

Aquí comparto mi relato completo. Si queréis leer el resto, así como una jugosa entrevista con Ignacio Rodríguez, editor de la exitosa revista literaria Tales, sólo tenéis que pulsar en la imagen de la portada, que os llevará a la página de descarga, 36 páginas en pdf por el simbólico precio de 1 euro.

Ahora sí. Os dejo con el zumbido de las vacas voladoras…

Al principio creyeron que se trataba de una broma; algún científico cachondo que se había dedicado a construir diminutos robots voladores para llamar la atención. Pero cuando los empezaron a estudiar con atención, enseguida se acabaron las especulaciones. No había duda, aquellos extraños seres del tamaño de abejorros gordos eran vacas. Vacas de carne y hueso, con sus cuernos, sus ubres, sus morros húmedos y rumiantes, y sus manchas blancas y negras sobre la piel. Bueno, en realidad, ese era sólo un tipo de vaca voladora; pronto se dieron cuenta de que la nueva especie replicaba la amplia gama de sus hermanas terrestres.

También mugían y, en época de cría, sus ubres se llenaban de leche. Porque el metabolismo de las pequeñas vacas voladoras funcionaba exactamente igual que el de las otras. Parían y amamantaban a sus crías, lo cual significaba que también había diminutos toros voladores.

Lo peor era el zumbido de las alas. Cuando las nuevas vacas eran escasas, nadie le prestaba atención. Vivían en el campo y uno sólo se percataba del sonido de sus alas cuando el animal pasaba rozándole la oreja. Recordaba al zumbido de un moscardón o de uno de esos grandes escarabajos que surcan el aire como un viejo bombardero de la Segunda Guerra Mundial.

Los problemas empezaron cuando los rumiantes voladores decidieron disfrutar de las comodidades de los hogares humanos. Se colaban por las ventanas abiertas y se instalaban en lo alto de los muebles, donde depositaban sus pastelosas cacas. Enseguida se acostumbraron a alimentarse de las plantas y flores que habitaban en las macetas, tanto de interior como de exterior, y no tardaron en formar grandes rebaños, que daban cuenta de geranios, jazmines, rosales, ciclámenes, ficus (incluso los cactus se comían), con la misma celeridad que si de una plaga de langostas se tratase.

Al principio, el descubrimiento resultó simpático, pero a las pocas semanas el fenómeno de las enanas vacas voladoras se había convertido en un verdadero problema de salud pública. Acabar con ellas no era como deshacerse de las feas y poco queridas moscas. Se trataba de vacas y de dulces ternerillos en miniatura; mamíferos que, sí, resultaban molestos, pero también despertaban crecientes simpatías.

Así, en cuanto los primeros cafres subieron vídeos a las redes sociales de sus despiadadas cacerías bovinas, surgieron grupos ecologistas específicamente dedicados a la defensa de la recién descubierta especie y a la denuncia de sus maltratadores.

Pero las cosas se complicaron.

Durante las primeras semanas se creyó que se trataba de un efecto coyuntural. Sin embargo, bastaron un par de meses para confirmar, sin lugar a dudas, que la cabaña bovina mundial estaba padeciendo un alarmante descenso de su población. La mortalidad de las vacas se disparó hasta niveles nunca vistos, los abortos espontáneos se multiplicaron exponencialmente, la mayoría de terneros no sobrevivía al primer mes de vida. Y los veterinarios no tenían respuesta para tan trágico fenómeno.

Lo único claro era que, paralelamente, sus hermanas voladoras crecían en número (que no en tamaño) a un ritmo vertiginoso. Era primavera, y cada vez resultaba más frecuente encontrarse con auténticos enjambres zumbadores y mugientes que aterrizaban en los jardines públicos y arrasaban con toda presencia vegetal en cuestión de minutos.

La dramática mortalidad de los bovinos no alados pronto afectó a las industrias cárnica y láctea. La crisis económica era inminente. Ante el descenso de la producción, las grandes empresas del sector hicieron ajustes de plantilla, y el aumento del desempleo se cebó también en todas aquellas actividades económicas relacionadas: transporte, empaquetado, almacenamiento, comercio…

Había que hacer algo, así que era inevitable que, más pronto que tarde, la atención se centrara en aquello que mejor podía cubrir el hueco de la especie en declive: las pequeñas vacas aladas.

Se capturaron por millones, se construyeron granjas adaptadas, así como mataderos adecuados, y, en tiempo récord, se desarrolló toda una rama de investigación científica exclusivamente centrada en los misteriosos animales.

De esta manera, quedó abortada la crisis. Se recuperaron los empleos y, pese a las reticencias iniciales, enseguida se desató la locura consumista. Ante el desaliento de los activistas animalistas, cualquier producto derivado de las diminutas vacas duplicó la demanda respecto a su equivalente de las desahuciadas vacas tradicionales.

El negocio era redondo, y muy pronto los mismos magnates de las grandes cadenas que tan poco tiempo antes anticipaban la ruina ahora se frotaban las manos.

Hasta el día en que se comunicó el primer caso de encefalopatía espongiforme bovina en un niño de diez años. Pese a ser una réplica perfecta a escala de las vacas de siempre (excepto por las alas), nadie pensó que las diminutas vacas voladoras padecieran las mismas enfermedades. Y vaya si lo hacían.

Antes de que los científicos pudieran siquiera teorizar sobre cómo afrontar el problema, miles de animales enfermaron. Caían como moscas, pero lo preocupante no era eso, sino el hecho de que el contagio entre los humanos se extendía como la pólvora.

Todas las granjas se vieron afectadas, y en cuestión de semanas desaparecieron todas las vacas aladas en cautividad. Para entonces, la extinción bovina había dejado de considerarse una catástrofe. Millones de personas yacían con el cerebro hecho puré en los colapsados hospitales de todo el mundo.

Las autoridades decretaron una cuarentena indefinida para toda la población mundial. Habilitaron improvisados sanatorios de urgencia donde enclaustrar a la población infectada, que pronto se vieron rebasados en su capacidad. De hecho, no tardó en haber más gente enferma que sana. Quienes se lo podían permitir, huían a lugares remotos. Pero ningún sitio, por remoto que fuera, estaba a salvo de la epidemia.

El aterrador zumbido de las diminutas vacas voladoras llegaba a todas partes.

Otras locuras bovinas con alas:

‘¿Dónde van las vacas?’, por LaRataGris
‘El vaquero’, por Cerdo Venusiano
‘Una declaración en Banculte’, por Manu LF
‘¿Y si las vacas volaran?’, por Toni Cifuentes

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