Insert coin. [Archivo del blog, 03/10/2019]

Por Harendt



En ocasiones, escribe en El Mundo el periodista Pedro Simón, la vida te pide bajarte del metro, olvidar el destino y dejar que se pasen los trenes. Tan llenos de gente y de prisa. El otro día, comienza diciendo Simón, calculé cuánto tiempo me tiro al año metido en el metro para ir a trabajar. Cuánta parte de mi existencia se va en ir y venir y esperar sin ver la luz del sol, allí abajo, a 25 metros de profundidad y a 30 kilómetros por hora. Restando el tiempo de vacaciones, los días en que me puede la pereza y cojo el coche o cuando me quedo a escribir en casa, la cifra total ronda los 20 días anuales. Veinte días enteros sólo en un año, no vayan a creerse, con sus 24 horas cada uno. Como si todo el Tour de Francia -desde la salida hasta los Campos Elíseos- te lo pasases sentado en un vagón de la línea uno o haciendo un trasbordo en Plaza Elíptica sin salir ni una vez a la superficie. Por eso en ocasiones la vida te pide bajarte en una estación en la que nunca te has bajado, subir a una calle que nunca has pisado, olvidar el destino y dejar que pasen los trenes. Tan llenos de gente y de prisa. Puedes estar feliz en tu lugar de trabajo, sentirte querido y querer, poner los pies en la mesa de la redacción como en el salón de tu casa. Sólo que el cuerpo te pide cambiar de postura y de ruta por un breve tiempo. Te pasas media vida buscando seguridad y horario fijo y columna y luego llega un momento en que los hijos tienen bigote y te has acostumbrado a estar enterrado en el metro. Hasta los 40 o así creo que no te enteras de algo importante: la libertad no consiste en hacer lo que uno quiere. La libertad tiene más que ver con negarse a hacer lo que uno no quiere hacer. Veinte días. 480 horas. Casi 30.000 minutos... Soy consciente de la vida que quemo anualmente embalado en el metro. Y también de todo ese otro tiempo con luz y sin codazos que no he calculado cuando llego al periódico. Porque hay gente incalculable que dejo por un tiempo. Cuántas enseñanzas suman al año las historias de la gente que me vino a contar. Cuántos días los minutos de terapia con Elena o Amelia. Cuántos las crisis internacionales que me ha solucionado Silvia en los postres. Cuántos las clases de humanidad de Rafa y Antonio. Cuántos las aventuras en ese barco de papel con Lucía, Iñako, Ana María, Sacri, José, Teresa, Rebe, Gonza, Jorge, Rodrigo y más. Me bajo un rato de la línea circular y luego regreso, familia. Seguid siendo plurales e incorregibles. Dad la vida si es preciso para que nadie nos quite el pollo a la plancha del comedor. Y hacedme un último favor: que alguien se ocupe de regarme las plantas. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt