En más de una ocasión he tenido insomnios en medio de la noche. De madrugada, poco antes del amanecer. Después de unas horas de sueño profundo me despierto a la semi inconsciencia. No acabo de reconocerme ni de saber dónde estoy. Parece como si siguiera soñando despierto con lo que he soñado.
Durante el sueño he viajado a lugares de mi juventud, al escenario de los primeros amores, a los cines de verano o a la playa atlántica en la que por primera vez vi –y sobretodo olí- el mar. Mi conciencia me va revelando lentamente todo lo que había en ella y que, quizás, no valoraba: un beso adolescente bajo un naranjo en flor, los duros senos de una niña-mujer, el bañador de color naranja que me regaló mi primera novia, el sabor de una torrija de vino y miel la tarde de un jueves santo, el guateque en la azotea de un verano de primeros deseos, de iniciación al sexo, envuelto en ginebra de garrafa…
Sigo, ahora voluntariamente, en la semi inconsciencia, y percibo una humedad en el frescor de la almohada. ¿Habré llorado? Percibo perfiles de ternura y belleza que en su momento no advertí.
En la oscuridad, en su melodía, me envuelve el agua cálida y cristalina de una playa, adorada, de una isla mediterránea, me veo en ella en un atardecer eterno, en sus arenas casi desiertas o, evanescente, recuerdo el flamenco que oía, a medianoche, en la radio de un vecino, la fragancia de las rosas del patio vecinal que mi madre cuidada con esmero o aquel amor furtivo, casi ilegal o inesperado la tarde de una siesta en feria…
Ya me reconozco, pero no soy yo. Dentro de mí no está el hombre maduro, limitado de salud, está mucho más el tiempo remoto, la vida embellecida del recuerdo.
Mi alma está en aquel aroma de azahar e incienso de una primavera en la que creí ser joven, apetecible, amado… El insomnio dura dos horas. Cuando el amanecer empieza asomar en la ventana y en el canto de los mirlos, me duermo otra vez, y al despertar, a media mañana, no recuerdo porqué la almohada está húmeda.
¿Lloraría anoche?
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