Instantes.
Hay partidos que se deciden por un instante gracias a hombres capaces de cambiarlos en menos de un segundo. Deslumbrados por el brillo que desprendía la pegadiza descripción del enfrentamiento como "el partido de los quarterbacks rookies", J.J. Watt llegó para señalar nuestro error; esta es la temporada de los rookies de letras dobles. Hablaban todas todas las previas de la importancia de los A.J. Green o de T.J. Yates, lo que nadie podía esperar es que la suerte de la primera wildcard dependiera de J.J. Watt, el defensive end de los Texans quien, a menos de un minuto para la finalización de la primera mitad, superó el marcaje de Mike McGlynn, alzó sus fornidos brazos, interceptó el pase lanzado por Andy Dalton y, con algo de suerte -es justo reconocerlo-, se hizo con el balón para recorrer las 27 yardas que le separaban de la línea de touchdown.
Hasta ese momento los Bengals habían sido superiores. En cada drive se imponían a unos desnortados Texans, no tanto en el marcador, es cierto, pero sí en la fluidez de su ataque y en la efectividad de su defensa. Dalton encontraba con facilidad a sus receptores y con fácil juego de pase y los de Cincinnati encadenaban sus primeros downs mientras la defensiva contenía, no sin problemas, las arremetidas locales. En el otro bando, Yates parecía claramente superado por las circunstancia, como lo estaría cualquier novel e inexperto, colocado al frente del buque insignia de la flota. Únicamente un intermitente juego de carrera parecía socorrer a los de Houston y, el constante rumor de la incertidumbre, del "esto no parece funcionar", recorría la temerosa grada cada vez a mayor velocidad.
Pero dieron las doce de la noche -por lo menos en España- y el cuento de los Cenicienta Bengals finalizó como sólo pueden hacerlo los cuentos infantiles: con dramatismo. Nadie culpará a los Bengals de lo sucedido pues, en su papel, jugaron de acuerdo a sus posibilidades y, ya se sabe que quien hace cuanto puede, no está obligado a más. El break marcado por Watt no solo supuso siete puntos más en el marcador de los Houston Texans. Esa acción permitió al equipo volver a sus orígenes sin la tensión de la responsabilidad. Justo en el momento en el que los Texans se vieron arriba en el casillero, olvidaron sus particulares demonios y se liberaron del peso de la responsabilidad. Si superas a tu rival en la batalla psicológica, estás un paso más cerca de la victoria.
El dilema que nos plantea ahora Houston es doble. A la discusión sobre el potencial de juego de los Texans frente a sus rivales de playoff debemos añadir, en términos competitivos, las dudas sobre su capacidad de adaptación a la tensión que conlleva cualquier post temporada. Los Baltimore Ravens son, en estas lides, un equipo experimentado, conocedor del terreno que pisa y dispuesto a sacar tajada de la situación.
Mentiras y engaños.
En el análisis previo de este partido hablaba sobre el engaño construído alrededor de la defensa de los Lions. Lo que en realidad sucedió la madrugada del sábado al domingo en el Louisiana Superdome fue una operación de engaño comparable a Fortitude. Los Lions se presentaban confiando en su ataque. Cuanto más tiempo consiguieran mantenerse en el partido, mayores serían sus posibilidades de victoria. Y a este empeño se entregaron en cuerpo y alma los Matthew Stafford, Kevin Smith, Titus Young, Nate Burleson y, cómo no, Calvin Johnson. Pero Sean Payton representa al buen jugador de ajedrez que sabe esperar el momento adecuado para asestar el golpe definitivo. Peyton tejió un engaño de dimensiones estratosféricas. Empezó jugando a la carrera y ridiculizó a una defensiva incapaz de realizar un solo placaje aceptable. Dejó que los Lions creyeran en sí mismos, soportó la presión de ir por debajo en el marcador y administró el choque con una inteligencia digna de su prestigio. Y cuando fue el momento, abrió el tarro de las esencias y destrozó a estos imberbes Lions.
Jim Schwartz, inconsciente como en pocas ocasiones, aceptó el reto y pagó la osadía con creces. Creyó que sería un partido de ofensivas y a ello se entregó con fiereza. Pero en Detroit olvidaron que no puedes vencer a estos Saints sin que tu defensa de un paso de valentía. Es imposible, repito, imposible derrotar a los New Orleans si el precio se fija en base a la puntuación que uno sea capaz de anotar y en ese desafío, el engaño de verdad fue el que Peyton planificó sobre la mesa de operaciones. La perfección de los Lions llegó en el primer cuarto: ataques largos, defensas fuertes dejaban a Drew Brees en el banquillo, impotente. Pero cuando el mariscal de los de negro y oro se plantó en el terreno de juego, ya no existió forma humana de detenerle y el partido se convirtió en una exhibición de poderío de tal magnitud que en su último drive incluso renunciaron a seguir anotando.
Fue el pecado de la soberbia el que condenó a los Lions. Deberán aprender la lección para la próxima temporada. Cuando uno se enfrenta a los mejores, hay que conocer el terreno que se pisa, no sea que cuando te quieras dar cuenta, te has metido tú mismo en la boca del lobo. En el bando local y a cada jornada, se refuerza la condición de máximos aspirantes al título por parte de los chicos de Brees. Parece imposible hallar ningún equipo que pueda superar en un enfrentamiento directo, espada contra espada, a tal exhibición de talento y pegada. Si yo fuera head coach de cualquier posible rival, empezaría a trabajar con mi defensa porque, a puñetazo limpio, los New Orleans Saints están demasiado cerca de las estrellas.