Primero hay que aburrirse.
Luego, buscar por toda la casa hasta hallar ese círculo escurridizo, esa mansión de ácaros domésticos que alguien dejó mal puesta en un lugar que podemos alcanzar fácilmente.
Acto seguido se captura la pieza, sigilosamente. Se sacude hasta que estamos seguros de que no queda un átomo de vida donde, en realidad, nunca hubo. A continuación se desentraña la madeja a dentelladas, pero con precisión casi quirúrgica y se retuerce cada uno de sus filamentos con la máxima entrega, como si de ello dependiera la continuidad de las estaciones o la sucesión de los periodos orbitales.
Una vez logrado esto, se contempla el cadáver destazado e inservible de la materia que desde este momento deja de ser el objeto de nuestro deseo y se retira uno a otra habitación a lamerse las patitas.
Esto y sólo esto hay que hacer para no aburrirse una tarde de verano, para alejar de nuestras almas la inutilidad y la desidia, y alcanzar cierto grado de satisfacción en la vida.
Pero para esto hace falta ser un perro. Y una no es un perro, lamentablemente.