Somos lo que escuchamos y lo que decimos. Somos lo que callamos.
También somos lo que leemos, porque un libro es un diálogo y un periplo. Un rumbo que descubre sorpresas a la vuelta de una página. La lectura íntima, silenciosa, es una manera de abrir las ventanas de la mente al aire fresco, oxigenándola de conocimientos y emociones. La palabra escrita cala como la lluvia fina, imperceptible casi siempre, en una tarea de encaje sutilmente inadvertido.
Hace poco leía Egipto, historia de un sentidodel egiptólogo alemán Jann Assmann. Me encontré con una frase sorprendente de Rousseau:
“Entre el débil y el fuerte
la libertad es el principio opresor,
y la ley el principio liberador.”
En todo el mundo y todas la épocas la falta de libertad ha sido la norma. En el oriente el individuo no era realmente libre, sino que vivía sujeto a un estricto orden jerárquico o de castas. Y todo nuestro occidente se cimentó sobre sociedades que vivían con naturalidad la esclavitud o la sumisión de la mujer, a los que se negaba incluso su naturaleza humana.
La mitología egipcia, sin embargo, nos dice que los hombres nacen libres e iguales, la condición amada por los dioses. Por desgracia, nuestra codicia, nuestra ansia por acaparar genera un desequilibrio. Un desorden. Frente a esta anarquía el Egipto faraónico instauró el ma´at: la ley.
Solo la ley, decían los egipcios y Rousseau, la norma de obligado cumplimiento, nos iguala y nos libra de la opresión. La igualdad total es una entelequia, siempre habrá ricos y pobres, fuertes y débiles, sanos y enfermos. Pero, precisamente por ello, debemos gobernarnos por normas que ayuden a los más desfavorecidos, que sostengan a las personas en situación de necesidad. Normas que establezcan un marco de convivencia en el que los que más tienen pagan impuestos para dar lo imprescindible a los más necesitados. Normas que no permiten a los opresores abusar del débil.
Pero los más fuertes se rebelan; no quieren que nada ni nadie los reprima. Quieren ejercer una libertad sin freno que les permita comprar a cualquier hora del día, llevar o no una mascarilla en pandemia, contaminar en aras del desarrollo económico y que se fomente una educación y sanidad privada que favorece a unos pocos. Su mantra es bajar impuestos, adelgazar el Estado a su mínima expresión, un Estado que circunscriben a un lugar de valores patrióticos y morales que defender ante los extranjeros. Para ello levantan altos muros.
¿Saben de quiénes hablo? Son los que hacen de su amada libertad su principio opresor. En su mundo ideal, de familia, patria y Dios, millones quedan aparcados en la cuneta de la historia; los que no pueden pagarse un seguro médico ni han podido responder al “sálvese quien pueda”. Conviene ponerles nombre.
Había sido previsor, intentado contratar un seguro por su cuenta, pero era un logro casi imposible para alguien con su enfermedad: los precios eran disparatados. Como trabajaba, no podía tener asistencia financiada a través de programas como el Obama Care. El chico hizo lo posible por racionar la insulina que tenía, porque le faltaba dinero (300 dólares) para poder pagarse él mismo la primera dosis. Debía darle vergüenza pedir ayuda.
A finales de ese mismo mes, tres días antes de cobrar su sueldo, murió por cetoacidosis diabética. Era poco rentable como individuo, prescindible. Desechable.
Si es usted norteamericano y contrae un cáncer, o bien paga un fabuloso seguro médico o perderá los ahorros de su vida en los dos primeros años de tratamiento. Si una madre se palpa un bulto en el pecho y resulta ser cancerígeno, tendrá que decidir entre salvar su vida o hacer posible que sus hijos vayan a la universidad. Esto no es una anécdota, pasa todos los días. En los EEUU el porcentaje de universitarios es bastante más bajo que en España, y no solo por el coste de la educación. A menudo los jóvenes deben ponerse a trabajar porque con 26 años dejan de estar cubiertos por los seguros médicos de sus padres, y su vida puede correr peligro.
En 1921 cuatro investigadores de la Universidad de Toronto, Banting, Best, Collip y Macleod, consiguieron aislar y purificar la insulina por primera vez. Habían inventado un tratamiento que salvaba millones de vidas y querían que todo el mundo pudiese tener acceso. Por ello, vendieron la patente a la Universidad por el precio irrisorio de un dólar.
En un país como España, con un sistema público de salud, se negocian los precios con las farmacéuticas para millones de clientes potenciales, lo cual hace que el precio baje. Además, el estado subvenciona un medicamento esencial para la vida.
En definitiva, el tratamiento con insulina en España cuesta unos 5€ al mes. 5 frente a 1.400.
En los EEUU unas pocas farmacéuticas quieren ser libres de poner un precio elevado a un medicamento que salva vidas, para ganar así muchísimo dinero. Y en mi comunidad autónoma, con una dirigente neoliberal que siempre habla de libertad, los médicos llevan semanas de huelga por el abandono de la sanidad pública. A un vecino, con unos dolores insoportables que no le permiten dormir por la noche, le han dado cita con el especialista para dentro de dos años.
A veces me cuesta entender el mundo en el que vivo. Creo que por ello busco refugio en la lectura y en la música. Me duele la historia de Alec Smith. Y me aterra.Me horroriza su ansia por racionar unos gramos de insulina mientras procura que nadie note su declive. Era libre para actuar así, me dirán, y nadie puede sentirse culpable de su muerte. ¿O sí?
Yo me siento culpable. Su fracaso me pesa y aprieta mi garganta. Y dentro de unas semanas, cuando escuche hablar de libertad en los actos de campaña, repetiré para mí su nombre. Y pediré perdón.
Por cobarde.
Antonio Carrillo