- Pues yo… mire usted, creo que soy gastroemocional, ya se lo dije antes.
- Pero en esta vida hay que tomar partido… o por la cocina de toda la vida o por la cocina de autor. Por las recetas auténticas o por las falsificaciones…
- Le veo muy gastrovisceral.
- ¿Qué?
- Nada… Que en las cosas del comer toda mi visceralidad se limita a que las mías -las vísceras- hagan su trabajo y las de algunas reses y aves protagonicen algún que otro plato. Por lo demás, mis emociones son más sosegadas y poco dadas al integrismo.
- Ah.
Demasiados disgustos ha dado el integrismo a la humanidad como para que el solaz de los manteles se vea salpimentado con fanáticas y estériles discusiones. Sería una lástima enzarzarse en la defensa de la cocina tradicional frente a la de vanguardia -o viceversa- como si de un rifirrafe futbolero se tratase puesto que no hay argumentos académicos que sostengan tal disputa. Siempre será cuestión muy personal la afición a una u otra cocina, como lo es la pasión por uno u otro equipo de balompié. No hay una cocina de verdad y otra de impostura: cada una trata los alimentos con tempo diferente, cada una interpreta su propia partitura pero todas armonizan aromas, colores y texturas transmitiendo así el sentir de su artífice.
No tenía yo pensado hablar de televisión en este blog, pero ya tenía hilvanado este artículo cuando vi el concurso Top Chef y, aunque no me agrada demasiado su formato, debo reconocer que hubo un momento que viene a este artículo como eneldo al salmón. Pongo los enlaces de los vídeos y juzguen ustedes:
Fuente: Antena 3 TV. Programa Top Chef
La prueba enfrentó a dos concursantes, el plato era de libre elección y debía representar su pasión por la cocina. Cada uno escogió un estilo bien distinto y el jurado manifestó verse en un serio aprieto para decidir el ganador. No sé cuánta influencia tuvo el guionista del programa en el lance culinario y en los comentarios posteriores pero, en cualquier caso, el resultado es la ilustración más perfecta que podía imaginar para estas líneas.
Más no solo entrañan emociones los platos elaborados con tanta profesionalidad y técnica. Hay platos que saben a infancia, guisos con olor a amor de madre o a regazo de abuela, pucheros de los que emanan sueños en familia, asados color dorado hospitalidad, postres con pasión y salsas de abrazo de amigo. Porque en toda receta hay dos ingredientes que no vienen en la lista: el respeto por los productos y el sentimiento hacia los comensales; dos ingredientes que juntos escriben una carta sin letras que todos sabemos leer. Por eso resultan tan planos, tan grises, tan adocenados los platos producidos en serie como comida rápida.
Hay una cocina que requiere de técnicas e instrumental muy sofisticados y otra mucho más sencilla. Una cocina que representa un saber centenario y otra que investiga e innova cada día. Y entre una y otra, mil más. Pero habiendo consideración y sentimiento tras los fogones todas me merecen el mismo recíproco respeto y admiración. Mención aparte requiere aquella cocina que, a la sombra de la vanguardia, la imita sin conocimiento ni mesura en su osadía -ni en su precio- más eso no es cocina sino timo.
Y como minimalista despedida, para unir la tradición chacinera con un toque modernillo, les invito a poner sobre una lámina de manzana a la plancha una rueda ligeramente calentada de uno de los más humildes y sabrosos embutidos extremeños: la patatera. Si alguien me lee desde tierras salmantinas, sugiero que lo pruebe con farinato. Y para regarlo, una copita de un tinto joven de garnacha.