Quería hablarles sobre un breve ciclo de películas establecido sobre la base de una premisa tentadora, íntimo capricho, pero a la vez confío en que ofrece el potencial de aglutinar las sensibilidades de cuantos crecieron a lo largo de las dos últimas décadas. Aquello que fuimos, lo que ahora somos, seremos, y lo que podríamos haber sido germina en la experiencia infantil. Palabras, paisajes, caracteres, imágenes que dejan su impronta y van inspirando el tejido de una vida. Es muy importante, en este sentido, recordar lo aprendido en una de las más gratas lecturas del año: el ensayo La República de los fines, donde su autor, Jordi Claramonte, menciona la relevancia de las disposiciones personales a la hora de construir y participar en el significado de la obra, y cómo la obra configura patrones de conciencia según las disposiciones de cada individuo. Nos acerca al ideario del cine aplicado al conocimiento - tal fue el lema de la pasada edición de la Universitat d'estiu de Gandia - y el medio desde el que hemos recibido buena parte de nuestra educación sentimental. Construir conocimiento, o la existencia propia, viene a ser un esfuerzo por acercarse a un horizonte de idealidades, unas las tenemos al alcance, otras se nos escapan, las deseamos con nostalgia (sentir nostalgia de una vida nunca vivida, cosas veredes) y aparecen representadas en la pantalla con una vida que nunca fue nuestra más allá de un estado latente. Es el caso de la iniciación al amor y al dolor narrada en The man in the moon, película menor, en apariencia, de un maestro en el tema como Robert Mulligan, quien monta cada escena sin perder la perspectiva de ese paisaje (el ambiente, insisto, como factor que determina el desarrollo de una existencia) que envuelve y acoge, a la manera de marco idílico, equilibrado, al conjunto de relaciones humanas caracterizadas por el disenso y el desequilibrio. La fractura entre naturaleza y humanidad puede ser correlativa con la del espectador enfrentado a una infancia no realizada por la ausencia de ese marco idílico. Los bosques de Louisiana, el sueño nocturno al calor de los grillos, el viento al atardecer, la tormenta, los juegos en el lago, el primer beso, la muerte trágica como necesaria impulsora hacia la madurez…Quien pueda hacer el recorrido asimilándolo en su conciencia, estará a la altura de cualquier reto, y entonces no hay vida más auténtica que la de la Ficción. Porque, en muchos casos, la experiencia de aquella edad temprana tiene el sello de la Nada: horarios, ruido, cemento, pestilencia a carburantes, cristal, rutina de juegos y afectos. Las últimas secuencias son un claro ejemplo del perfecto dominio de la cadencia, haciendo un recorrido inverso al plano secuencia inicial que nos lleva desde la luna a la tierra, para volver de nuevo hacia la lumbrera menor al tiempo que se produce la reconciliación allí abajo, haciendo que la cadencia configurada mediante el movimiento de la cámara sea la expresión de otra cadencia, interna e íntima, cuando la Naturaleza serena parece, por primera vez, coincidir con la humanidad de allí abajo.
Quería hablarles sobre un breve ciclo de películas establecido sobre la base de una premisa tentadora, íntimo capricho, pero a la vez confío en que ofrece el potencial de aglutinar las sensibilidades de cuantos crecieron a lo largo de las dos últimas décadas. Aquello que fuimos, lo que ahora somos, seremos, y lo que podríamos haber sido germina en la experiencia infantil. Palabras, paisajes, caracteres, imágenes que dejan su impronta y van inspirando el tejido de una vida. Es muy importante, en este sentido, recordar lo aprendido en una de las más gratas lecturas del año: el ensayo La República de los fines, donde su autor, Jordi Claramonte, menciona la relevancia de las disposiciones personales a la hora de construir y participar en el significado de la obra, y cómo la obra configura patrones de conciencia según las disposiciones de cada individuo. Nos acerca al ideario del cine aplicado al conocimiento - tal fue el lema de la pasada edición de la Universitat d'estiu de Gandia - y el medio desde el que hemos recibido buena parte de nuestra educación sentimental. Construir conocimiento, o la existencia propia, viene a ser un esfuerzo por acercarse a un horizonte de idealidades, unas las tenemos al alcance, otras se nos escapan, las deseamos con nostalgia (sentir nostalgia de una vida nunca vivida, cosas veredes) y aparecen representadas en la pantalla con una vida que nunca fue nuestra más allá de un estado latente. Es el caso de la iniciación al amor y al dolor narrada en The man in the moon, película menor, en apariencia, de un maestro en el tema como Robert Mulligan, quien monta cada escena sin perder la perspectiva de ese paisaje (el ambiente, insisto, como factor que determina el desarrollo de una existencia) que envuelve y acoge, a la manera de marco idílico, equilibrado, al conjunto de relaciones humanas caracterizadas por el disenso y el desequilibrio. La fractura entre naturaleza y humanidad puede ser correlativa con la del espectador enfrentado a una infancia no realizada por la ausencia de ese marco idílico. Los bosques de Louisiana, el sueño nocturno al calor de los grillos, el viento al atardecer, la tormenta, los juegos en el lago, el primer beso, la muerte trágica como necesaria impulsora hacia la madurez…Quien pueda hacer el recorrido asimilándolo en su conciencia, estará a la altura de cualquier reto, y entonces no hay vida más auténtica que la de la Ficción. Porque, en muchos casos, la experiencia de aquella edad temprana tiene el sello de la Nada: horarios, ruido, cemento, pestilencia a carburantes, cristal, rutina de juegos y afectos. Las últimas secuencias son un claro ejemplo del perfecto dominio de la cadencia, haciendo un recorrido inverso al plano secuencia inicial que nos lleva desde la luna a la tierra, para volver de nuevo hacia la lumbrera menor al tiempo que se produce la reconciliación allí abajo, haciendo que la cadencia configurada mediante el movimiento de la cámara sea la expresión de otra cadencia, interna e íntima, cuando la Naturaleza serena parece, por primera vez, coincidir con la humanidad de allí abajo.