Intereses y punterías

Por Laspuntasdelclavo

Constantemente he apartado a las hormigas, pero ellas vuelven. Son implacables, voraces, y su cantidad es magnífica. Primero fue solo un puñado de ellas y hoy a través de mi cuenta metafísica diría que son unas veinte mil cuatrocientas cincuenta. Con este tipo de hormigas nunca se sabe. Son tan pequeñas!Todo empezó cuando una gruesa gota de miel se me escapó de la taza de té algo descuidadamente, dos semanas después que despidiera a la última doméstica. Lo descuidado no me gusta pero a veces me convoca, para después pedirme que lo ordene. Como vivo solo le soy un tanto simpático al descuido selectivo, eligiéndolo seductoramente. Y sí, la elegí y después la olvidé, como a tantos sentires que no he tenido y que por eso no extraño. A partir de ese entonces comenzó la exploración, dictada en los anales de su fisiología y que seguramente pueden sentir de alguna forma infraterrena entre sus cavidades. El clamor estival, me dije en su momento. La primavería desmedida. Una y otra vez volvieron a acechar el escritorio sin sentido, tan implacable fue la memoria de ese casual “banquete”.Demás está decir que limpié la mesa con lavandina, como un médico brujo pero neófito, intentando un exorcismo. En vano. No menguó esto su intento sostenido, así que me vi obligado a barrerlas con un trapo que luego tiré a un balde lleno de agua, dejando cuidadosamente a un par vivas, con la intuitiva esperanza de que cuenten en sus “barrios” acerca de esta masacre, y sabiamente ya no vuelvan. Pero no solo no hubo acuse de recibo sino que, ante la muerte, lo que hicieron fue multiplicar su cantidad y persistencia. Como si la amenaza hubiese sido la confirmación de la existencia de la tierra prometida, dándose perfecta cuenta de que en su número radicaba su suerte. Se me ocurrió pensar que, como la muerte para ellas tal vez no era un castigo  sino un pasaje del destino que confirmaba su deseo, ésta sería entonces una guerra “santa”. Y si a la muerte le redoblaban la apuesta con la cantidad en esta tontería de movilizarse en masa y desperdiciar recursos tan inútilmente… no les serviría entonces el flagelo en vida para escapar a su destino? En este caso sería como salvarlas de algo mucho peor! Animado con ese pensamiento probé achurarlas con el encendedor, pero dejarlas vivas. Tarea que me llevó un tiempo declarar incompetente. Eran demasiado pequeñas y casi todas morían. No. Sin dudas ése no era el arma, pero la idea era buena. Ahí se me ocurrió una estrategia genial. Lo que pensé que era una estrategia genial. Usar un sahumerio podría resultar mucho mejor para inocular el flagelo que les borraría el recuerdo a palazos. Dicho y hecho. Funcionaba. Pero como todo sistema, tenía un talón de Aquiles muy perjudicial para mí, más allá del humo y del olor clandestino que se le incrustaba a mi elegante perfume: requería de un ataque muy meticuloso. Cuerpo a cuerpo. Y en primera instancia distraía a mi mano izquierda del teclado del ordenador, y luego al todo de mí. Menudo problema de intereses y punterías.Debo decir, sin embargo, que los primeros días de esa parte de la guerra resultaron exitosos. La cantidad de exploradoras de repente menguó y mi trabajo logró sobrevivir. Habían entendido la indirecta. Y yo me llegué a felicitar de antemano por haber ganado esta estúpida guerra con pocas muertes y sin usar la bomba atómica, y por eso me confié a una anticipada victoria, cosa a la que estaba acostumbrado gracias a mi natural soberbia. (La bomba atómica era la fórmula química C22.H19.Br2.NO3, en forma de líquido o aerosol, que las iba a diezmar contaminando también mi medioambiente y perjudicándonos claramente a ambos bandos, como suelen hacer todas las bombas, y algunos cigarrillos también.) Un día, igual a los demás, regreso de la planta, enciendo el ordenador, y veo qué! Las muy astutas subiendo por el cable. Claro. Las había atacado con el calor del sahumerio prácticamente por todos lados, pero nunca sobre el cable de mi ordenador, por motivos de evidente razón! Y por allí venían, casi invisibles y sigilosas. Sin embargo, imaginaba oírlas marchando y cantando, y sus voces cacofónicas me enfermaban. Era muy difícil diseñar el trabajo así!Evidentemente ya no buscaban comida. El motivo del inicio de la invasión creo que se les olvidó. Esto era “personal”. Una especie de “personal”, vamos!, si se las pudiera unificar como una entidad general con algún tipo de conciencia agrupada. En fin! Esto era personal, y querían venganza, pensé. Empecé a pasar más tiempo en la oficina de la planta, pero sabía que allí ya no me deberían de encontrar tan seguido, no era el plan, e inclusive ya habíamos contratado a un falso “yo”, muy por debajo de mi doble calificación de escribano y contador que, ignorante de todo lo que se le venía -pronto sería ascendido a mi puesto-, perdía el tiempo en ser amable conmigo hasta el chupaculismo acérrimo, e incluso me hacía buenos chistes y reía despreocupado, sin poder ocultar con su estúpida alegría lo que consideraría una increíble suerte. De cualquier manera, me llevé de mi riesgosa permanencia algunas buenas ideas. Rosa, la maestranza, me dijo clavo de olor con limón. También usé agua con laurel; lo había sugerido Gabriela, la recepcionista. Probé el agua con menta que me trajo Lorenzo (no el de control de personal sino el de acopio, la experta es su mujer) y también una solución con kerosene que encontré en internet, pero el asecho no disminuyó. Y así entonces me veía obligado a quitarlas con las manos, las aplastaba con las yemas, las soplaba las barría las arrojaba las fogoneaba las insultaba… Pero la invasión no cesó. No sé por qué ni cómo -seguramente aprovechaban cuando dormía- se metieron también adentro del teclado, y aparecían entre los números y las letras. Empecé a apretar cada teclita con furor, en el extraño placer nefasto de soñar estar aplastando a alguna de ellas con esta acción. Pero eso no las abatía. Seguí tipeando hasta el final en el afán de devolver cuanto antes los libros de la empresa. Siempre hasta el final, cuya alarma roja se consumó cuando mis yemas ya estaban todas picadas, inflamadas y cada dedo parecía palpitar en su propia guerra interior de la cual el otro dedo ni sabía, y entonces ya no respondieron más de manera unísona. Ahora sus problemas eran propios y su leitmotiv era el dolor. Y como eso también me dolió a mí hasta llegar a la cabeza, mis manos y yo asistimos al médico enseguida. Graciosamente, me recomendó que no me acercara más a las hormigas; solo así volvería a recuperar el tamaño, movimiento y textura natural de mis yemas y mis dedos. Que su veneno es tanto insecticida como antibiótico, que no me sugestionara mal, que lo mío seguramente era una alergia o una fobia desmedida, y que “contara!” con una recuperación plena en 5 días… -Cuente con eso, contador, y defienda su alegría! No sea tan ambicioso, menos trabajo! -me dijo- y por supuesto fue con 7 días, más cremas y algunos racks de tranquilizantes, que me asuetó, como correspondiendo a ese secreto porcentaje de inflación que también se escapa de otras manos invisibles y que a toda costa también debe narcotizarse. Pensé con desprecio que jamás me tomaría esas pastillas, negocio de culpógenos idiotas... En fin! Al plan no dejaba de venirle mal esta nefasta intervención de las hormigas en cuanto a mi situación personal que parecía desestabilizarse sin sentido, pensé. Ya recetado de urgente tregua limpié rápidamente el escritorio, abandoné el ordenador, tomé los preciosos libros de la empresa, los diseños que inventaba para ellos, algunas herramientas de oficina, mi hermoso maletín, y conduje hasta Mar del Plata con los codos, todo esa misma mañana. Llegué a mi estancia en dos horas cuarenta. Justo antes de salir les descargué un frasco entero de C22. De joven me gustaba escapar hacia el mar y escribir de forma manuscrita en los bares, y ahora volvería a hacer la mímica. No era la manera más práctica de trabajar, pero eso sí, era romántica; algunas señoras podrían volver a confundirme con un escritor y eso me contentó. Mi misión más secreta ahora era defender la alegría, según el doctor, lo cual desplazaba a un segundo puesto mi secreta y certera labor. Habité todo ese tiempo en la esperanza de que, entre mi ausencia y su comodidad para la minuciosa exploración, hubieran llegado a la conclusión de que allí realmente no había nada, que mi postura era sincera como pocas veces en la vida, y que cuando volviera a Buenos Aires ya se habrían mudado tranquilas a otra región. Y si hubiera un par incluso las felicitaría por haber sobrevivido al C22 y me declararía perdedor, haríamos las paces... Y así el deseo se me dio porque matemáticamente al sexto día regresé y no encontré nada. No había ni una. Ni una sola hormiga!Feliz desempaqué mis nuevos manuscritos para pasarlos debajo del último archivo del trabajo inconcluso, que yacía abandonado en el prolijo campo de batalla donde no había ningún cuerpo, ningún rastro de una escena anterior, y cual sería mi sorpresa cuando al abrir el archivo y buscar el párrafo final, encuentro escrito esto mismo, que transcribo exactamente como me fue legado, entre comillas:“Todo el mundo elogia la victoria en la batalla, pero lo verdaderamente deseable es poder ver el mundo de lo sutil y darte cuenta del mundo de lo oculto, hasta el punto de ser capaz de alcanzar la victoria donde no existe la forma”.
Luego había un espacio, y proseguía:
-El problema de sentirse un imbécil es que se siente un instante después del “tarde”. Y esto no termina acá: Ahora estamos en la alacena principal, y en el segundo cajón de la cocina.-…Claro que abrí el cajón. En la suma de sus cuerpos parecía dibujarse un rostro negro. Ante un alocado efluvio de terror tuve que admitir que algo del más allá -seguramente un algo no divino del que yo siempre en el fondo había esperado manifestación- me atrapó desprevenido y me estaba quebrantando por donde no podía cubrirme, llevándome inexorablemente hacia mi propia bancarrota, aventajándome en mi propio terreno, que de repente se extendía metafísicamente más allá de cualquier razonamiento posible.Por primera vez me puse muy nervioso, inclusive un día lloré, y una tarde sin querer hasta incendié, en un exabrupto de furor, la cocina.Después de ese evento, recién agradecí que el médico aquel día me hubiera recetado estas pastillas.