Laberinto
Odia viajar en avión; en las últimas semanas ha tenido que volar en tres ocasiones y hoy, Viernes Santo, ve la pista de aterrizaje a través de la ventanilla. Se estremece cuando el aparato toca tierra. Aunque sufre de vértigo tolera la visión del mundo desde la altura de un avión porque siente que aquella perspectiva es irreal, ficticia, como si se tratara de un truco. El vuelo llega con retraso, así que tendrá que coger un taxi que le llevará directamente a las oficinas de la compañía antes de pasar por el hotel y poder dejar su maleta. Está cansado y le gusta observarse en los cristales del aeropuerto. Se siente importante vestido con traje, portando una maleta negra, adoptando un gesto de gravedad, simulando que puede con el cansancio. El taxista le pregunta dónde quiere ir.
El edificio es un gran rectángulo de cristal azul oscuro, él observa desde la entrada la altura y ve reflejada la última hora del Sol, un Sol agónico que emite una luz rojiza y cegadora. El inmenso portón de entrada le parece una boca y se imagina las fauces de un monstruo disecado.
El guardia de seguridad tiene unas enormes y minuciosas bolsitas bajo los ojos que le dan un aspecto cansado o derrotado o monstruoso. Le pide el Documento Nacional de Identidad y después de registrar su entrada le entrega una tarjeta blanca de plástico con una banda magnética que ―le explica― debe acercar a los aparatos que hay junto a las puertas para que se abran. Si pierde la tarjeta llámeme, estaré aquí toda la noche.
El edificio está vacío, pero muchas luces y ordenadores han quedado encendidos. Piensa que la actividad de la empresa no se detiene nunca, imagina los procesos que se ejecutan incansablemente en los microprocesadores de los grandes servidores. Escucha el ruido sinuoso del edificio, la música del engranaje que hace que todo funcione cuando nadie trabaja.
Sube en ascensor hasta la planta catorce, cuando se abre la puerta aparecen ante él dos puertas enfrentadas, elige una al azar, pasa la tarjeta como le ha explicado el guardia de seguridad y accede a una gran sala; no le cuesta ver un cartel con su nombre pegado en una mesa muy cerca de la puerta. Ha acertado.
Deja la maleta junto a la mesa en la que pasará las siguientes cuatro horas y se acaricia la cabeza.
Empieza a sentir unas terribles ganas de orinar y se pregunta dónde estará el servicio. Se levanta y camina hacia la puerta; pasa la tarjeta por el dispositivo magnético y sale de la gran sala al pasillo del ascensor. Ahora tiene dos opciones: bajar a la entrada y preguntar al guardia de seguridad o buscar en esa misma planta. Opta por la segunda opción. Pasa la tarjeta por el dispositivo que hay junto a la puerta que se encuentra frente a la sala de la que ha salido y ante él aparece un pasillo que vuelve a multiplicar sus opciones: cuatro puertas más. Sin pensarlo demasiado elige la primera puerta que queda a su derecha. Entra en una nueva sala rectangular con numerosas mesas dispuestas en hileras y una puerta al fondo, se dirige allí. Otro pasillo con cinco puertas, elige una al azar. Otra sala con otras tres puertas. Otro pasillo, otras puertas, otras salas. Intenta retroceder pero se equivoca, demasiadas puertas, demasiadas salas, demasiados pasillos, y ni un sólo teléfono para llamar al guardia de seguridad. Le parece increíble que en toda la planta no haya un sólo teléfono.
Pasan las horas, los pasillos, las salas, las puertas, y ni rastro de un servicio, ni rastro de la mesa donde todo empezó y donde ha dejado su cartera, su móvil, su portátil y su maleta negra. Está perdido.
Perdido en un edificio de veinte plantas.
Cansado de deambular se sienta en una silla. Decide hacer un mapa; toma prestado papel y bolígrafo. A partir de ahora intentará no pasar dos veces por el mismo sitio; no sabe si la estrategia es adecuada, pero al menos, se dice, podrá ubicarse y encontrar el ascensor, el ascensor es su meta, el ascensor es la salida del laberinto. Cuando está dispuesto a levantarse y enfrentarse a otro innumerable montón de pasillos, salas, puertas, etcétera, oye un ruido. Se asusta. El ruido aumenta. Pasos, cada vez más cerca. Se levanta y sale corriendo.
Al abrir la tercera puerta desde que inició la huida se percata de su estupidez: quizá era el guardia de seguridad. Con los nervios ha tirado el papel y el boli, no hay mapa y le resulta imposible volver sobre sus pasos. Piensa que si se queda quieto el guardia le encontrará. Como ya no aguanta más, mea en una esquina, justo en el momento en el que el guardia entra en la sala y le apunta con su revólver.