En la Corte de Alfonso X. Miniatura de las Cantigas de Santa María.
Mientras cae sobre Madrid la segunda tormenta de junio, y cuando ya los padres y madres de la patria han convalidado en el Congreso y remitido al Senado la abdicación del rey Juan Carlos I, se me viene a los labios la palabra interregno. Y con ella, el recuerdo de la cita de Flaubert que figura en el «Cuaderno de notas» de las Memorias de Adriano, una de las dos grandes novelas de Marguerite Yourcenar, y que dice así: «Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, entre Cicerón y Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre». Aunque sé bien que, según nuestro ordenamiento jurídico, no hay interrupción alguna en la continuidad de la Corona, en los pocos días que restan hasta que sea proclamado rey Felipe VI, resulta inevitable que se abra paso, entre las ensoñaciones con que uno se pasea por las calles, la de vivir en una parecida circunstancia excepcional. Sensación que enseguida se ve acompañada de un sentimiento de extraña euforia, tan gratificante como la lluvia. En ese clima moral y estético, y como fruto probable de algunas raíces no secas del árbol ácrata de mi juventud, rebrotan viejos sueños o ideales que proclaman la valoración de la libertad como el tesoro más preciado de la vida consciente, aunque su concreción en la realidad social, e incluso en la intimidad propia, no sea precisamente la tarea más fácil del mundo. Con ese ánimo, me digo, será más llevadero asistir al pesado ejercicio de cordura cívica que se está desarrollando en esta vieja España, cuya forma de Estado no es un dogma. Algo, esto último, que el nuevo monarca deberá tener bien presente. Y si no, ya tendremos ocasión de recordárselo.
(Tiempo contado, 11 de junio 2014)