Frente a lo que pudiera parecer y Vds., mis suspicaces amigos, hayan podido imaginar, no les he abandonado. Sucede simplemente que este año el final de curso se ha presentado un poco más ajetreado de lo habitual y que los preparativos de una ceremonia de graduación para una promoción dorada se han llevado las escasas energías que a estas alturas de año me quedaban. Con todo, he leído, aunque no se lo haya contado. He leído, por ejemplo, la más que lírica Una puerta que nunca encontré de Thomas Wolfe, de la que aquí les dejo una perla sobre el otoño como motor de la nostalgia:
“Todas las cosas en la tierra se dirigen a casa en octubre: los marineros al mar, los viajeros a sus trenes, los cazadores al campo y la hondonada, el amante al amor abandonado: todas las cosas vivientes sobre la faz de la tierra regresan, regresan.”He leído también la un tanto decepcionante Un blues mestizode Esi Edugyan, sobre la que habrán podido leer en el Qué Leer del pasado mes de junio, así como la estomagante Efecto noche de Reiken, sobre la que podrán informarse en el inminente número de verano de la misma publicación. Yo que Vds., sin embargo, dedicaría mejor mi tiempo al Wolfe más arriba citado o, por ejemplo, a la travesura que el infravalorado William Boyd pergeñó con Nat Tate hace ya unos cuantos años. En ella no sólo traza Boyd la enigmática y atormentada peripecia vital de un artista pictórico de los ’50 y primeros’60, sino que con su lanzamiento denunció la hipocresía y superficialidad del establishment artístico-cultural de nuestros días, pues no fueron pocos los que afirmaron haber conocido en persona a Nat Tate antes de que Boyd reconociera que era un producto exclusivo de su magín. Ejem...
En fin, lo dicho. Que estamos de vuelta y que tengan Vds. un más que feliz verano.