Intriga dominical

Publicado el 10 febrero 2015 por Jmlopezvega
10 de febrero de 2015

L os animalucos hacen siempre lo que se espera de ellos, sometidos al férreo mandato que llamamos "instinto". La conducta humana, en cambio, resulta impredecible para sociólogos, tertulianos y gurús. Cuando le da la gana, el sapiens le pega un tajo al paisaje, le rebana el gaznate al monarca o se pasa del blanco al vermú. En cierto modo, estar vivo significa que de vez en cuando te sorprenden los congéneres.

Mañana de domingo, aún resuena la novena campanada. Conduzco por la última rotonda de Torrelavega, camino de Santander. Faltan unos 30 kilómetros y hace un frío estepario. Lejos de todo, parado en el arcén, me hace gestos un peatón -me lo figuro rígido como una llave inglesa- para que lo lleve a alguna parte. De unos 50 años, mejor afeitado que yo, el hombre no parece un profesor visitante de ecologismo y rebeldía fiscal; viste más bien con el atildamiento trasnochado de la ropa soviética (buen género, pero anticuado). Me detengo, no vaya a ser que se convierta en puro hielo, y resulta que va a la iglesia. ¿A la iglesia, a Santander? ¡Coño! Espoleado por la intriga, sí, lo llevo.

Ya se veía volviendo a casa, me dice. Iría en su propio coche, me dice, pero no lo puede mover desde que está en el paro. Tiene acento eslavo y sí, es rumano. Vino allá por el 2000 y se lanza a farfullar de las penurias cuando murió su padre (de adolescente), de los desastres de Ceaucescu... Las cifras no me cuadran, el dictador murió en 1989 y mi pasajero emigró con 40 años cumplidos, así que interrumpo su cháchara con otra pregunta: ¿vino usted solo? No, se acogió a un reagrupamiento familiar y se trajo a su mujer y dos críos. Dice que ha cotizado más de 10 años, primero como electricista -su oficio en Rumanía-, luego en la construcción y ahí fue la debacle. ¿Trabaja su señora? Sí, pero cobra 800 euros y la hipoteca se lo come casi todo.

¿No le gustan las iglesias radicadas más cerca? Es que va una iglesia ortodoxa. Le pregunto si el culto es muy distinto y me dice que no, que Dios es el mismo en todas partes. De hecho, entre semana suele colaborar con actos caritativos (reparto de alimentos y juguetes) en parroquias católicas. No tiene nada contra los curas católicos, pero los domingos prefiere ir a la iglesia ortodoxa. ¿La hay en Santander? Sí, cerca del Hospital Santa Clotilde, me dice.

No le pregunto por qué va solo. Le insinúo, sutil, que sus hijos ya serán grandes... Sí, y se siente afortunado porque le han salido buenos estudiantes. La niña acabó empresariales y aquí no encontró nada, pero ya trabaja en Bélgica. El muchacho va a licenciarse en telecomunicaciones. (No recuerdo su nombre: sí que ha ganado un premio al mejor expediente o algo parecido.) Se enorgullece de cómo hablan inglés y le agobian los gastos del que aún estudia en Santander, menos mal que su hija ya se gana la vida, ha sido un alivio, con la hipoteca y todo eso.

¿Dónde vive usted? En el barrio La Inmobiliaria. Compró el piso a los 4 años de estar trabajando en España. Ahora, en el paro, la hipoteca no le deja dormir. ¿Qué tal es el vecindario? Le preocupan otros inmigrantes, más bien caribeños, que cuidan muy poco el barrio, tiran botellas por el suelo, lo ensucian todo... Me dice que no va a las reuniones porque se protesta demasiado y él vino a trabajar, "no a cambiar a los españoles su forma de vivir". ¡Textual! Prosigue diciéndome que deberíamos expulsar a los inmigrantes que vengan a meterse en cosas turbias. ¿Expulsarles? Sí, afirma rotundo, porque solo hacen daño. También es textual.

Llegamos a la iglesia ortodoxa. En efecto, hay un modesto edificio, medianamente viejo, pintado de amarillo, en el que yo nunca había reparado. Flanquean la puerta, de humilde aluminio, un par de iconos con ese ingenuo colorido que recuerda al pan de oro. Mi pasajero me agradece efusivamente la atención y allá se va, a una iglesia en la que no sé si comulgan, cantan salmos o la misa se celebra en latín. Horas después, enfrascado en mis cosucas dominicales, no me quito de la cabeza al rumano que no se ajusta, en absoluto, al pálido estereotipo que sale a colación en las tertulias. Le estreché la mano, una mano semicongelada que no era la mano de un electricista ni de un obrero, y me pregunto cómo volvió a Torrelavega. Y me digo que tal vez su hijo ya no hable rumano, pero acaso invente algo para entender mejor la complejidad humana. Y yo que lo vea.

El día de autos, mi mujer se traga una jartá de horas trabajando en las urgencias de Sierrallana. Hay lío, porque un residente extranjero ha denunciado en la prensa xenofobia y racismo en los médicos españoles que lo supervisan. Le hablo de mi electricista rumano, que seguramente votaría por echar al residente díscolo a la mar. En España, donde rige un severísimo numerus clausus por el cual miles de españoles no pueden estudiar Medicina, pero a su vez recibimos a miles de médicos extranjeros, hace falta valor para agitar el espantajo del racismo. Ven a la escuela de calor.