Intruders

Publicado el 08 octubre 2011 por Rbesonias



¿Alguien conoce a siquiera una persona que no haya heredado de sus progenitores algún gesto, manía, tic o ademán que le singularice? Todos recibimos a través de la hélice ribonucleica la impronta del pasado: el color de los ojos o del pelo, la tez de la piel, la tendencia a ciertas enfermedades, la forma de andar, un movimiento de manos. Todos somos hijos de la cadena biológica que nos precede. Los griegos (los clásicos, no los que hoy padecen los efectos de la crisis) tenían la férrea convicción de que las desgracias -más que las buenaventuras- se heredan de padres a hijos de manera implacable. La tragedia generacional es la esencia misma del teatro clásico. Por mucho que intentemos huir, los seres humanos estamos atravesados por el pasado, sesgo indeleble de nuestra existencia. No podemos ofrecer a nuestros hijos otra herencia que aquello que somos; la naturaleza no admite artificios, no se pliega a la identidad impostada.
¿Estamos entonces condenados a repetir los errores de nuestros padres? La tragedia griega, pese a poseer una concepción determinista de la naturaleza humana, incorpora dentro del escenario de la vida a un personaje que cuestiona la cruel voluntad de los dioses. El héroe, contingente o semidiós, rompe su silencio y la pasiva aceptación del destino, pidiendo explicaciones al Olimpo, hurgando en las causas que llevan a los seres humanos a ser atravesados por la adversidad. No aceptan que debamos simplemente cruzarnos de brazos y recibir con pusilánime reverencia lo que nos depara el futuro. Mucho antes de que la filosofía rompiera con la idea de que el universo se rige por una arbitrariedad irracional, el héroe transmutó esta actitud en voluntad. No podemos cambiar nuestra naturaleza, pero sí podemos conocerla.
Los poetas griegos recopilaron este conocimiento -heredado por la tradición oral, de padres a hijos- a través de obras literarias que se convertirán en una especie de terapia generacional, de reflexión colectiva acerca de sus miedos, errores y esperanzas. La palabra opera como una eficaz estrategia de redención que restituye el caos y alivia los temores. Siglos después, Freud recordaría esto mismo a través de su método psicoterapéutico, que utiliza el diálogo -interior o transferido- como cura de nuestras patologías profundas. La palabra puede romper el orden establecido por la naturaleza, trayendo a la superficie los contenidos que subyacen a nuestra memoria emocional. Suéltalo, saca lo que tienes dentro, expulsa los demonios interiores y sanarás. Tu fe te ha salvado, como diría aquél.
Algunos lectores se preguntarán qué tiene que ver todo esto con el título de mi artículo. Todo y nada. Nada, porque Intruders puede interpretarse, si así lo deseamos, como una más que correcta película de género, sin más pretensiones que pasar un rato inquietante que nos haga olvidar las rutinas cotidianas, a la sombra de una sala oscura. Sin embargo, Intruders también revela su ingenio dramático al situar el género dentro de un plano más psicológico que pirotécnico. A menudo el cine de fantasmas transita con desmesura dentro del gore, el susto sonoro o el guión de adolescentes lobotomizados en busca de juerga, que acaban encontrando a la parca a manos de un psicópata desfigurado. Fresnadillo ha querido demostrar que se puede llevar el género al territorio emocional que habita el mundo adulto, construyendo además una trama reflexiva acerca de los miedos que los padres dejamos como herencia a nuestros hijos, sin apenas ser conscientes de ello. Y todo ello sin abandonar los lugares comunes a este tipo de cine: el monstruo, el rincón oscuro, el exorcista improvisado, un pasado traumático... Fresnadillo está más cerca del universo personal de Shyamalan (El sexto sentido, Señales, La joven del agua) que de aquel en el que se sienten cómodos Balagueró y Plaza (Los sin nombre, Darkness, REC). Sus personajes temen, no a un ser externo que les aterroriza con sus poderes siniestros, sino a sus propios monstruos interiores, originados por las relaciones paterno-filiales. La patología que aqueja a los protagonistas de Intruders se teje dentro de casa, al igual que debe sanarse a través de una terapia familiar.
A menudo, los padres creemos que los problemas que tienen nuestros hijos tienen su naturaleza en agentes externos, patógenos virulentos que se sanan a base de farmacología, o en causas sociales, distopías escolares o fracasos emocionales entre iguales. El padre que protagoniza Intruders opina de igual forma, hasta que le abren los ojos y debe indagar en su pasado para ver qué territorio en ruinas de su biografía amenaza también a su hija con reproducir sus traumas infantiles. Las asignaturas pendientes de los padres acaban pagando factura en el mobiliario emocional de los hijos.
Fresnadillo intenta salir airoso, como puede, de un final que cierre la cuadratura argumental. De ahí que Intruders funcione bien como una sencilla ilustración de los miedos heredados desde la infancia, o una reflexión sin doble lectura acerca de las relaciones familiares. Incluso podemos interpretar la película como una metáfora forzada sobre los ritos iniciáticos hacia la vida adulta. Hay una escena muy reveladora en la que John Farrow (Clive Owen) regala a su hija Mia, de 12 años, un osito de peluche, mientras que su madre le obsequia con un atractivo teléfono móvil. Mia intenta sortear la situación, intentando que su padre no note que el regalo no le gusta, que hace tiempo que dejó de ser una niña pequeña, la niña de papá. Esta escena resume muy bien el detonante emocional que originan las apariciones del monstruo y la precipitada resolución de la trama. Aún así, Intruders no defrauda y mantiene la atención sin necesidad de trucos efectistas, virtud que en los tiempos que corren convierte a esta película en una opción más que recomendable.
Ramón Besonías Román