A veces, cuando escarbamos en las raíces de la información, descubrimos datos sorprendentes que acaban echando por tierra muchos de nuestros prejuicios hacia uno u otro género. Así, podemos ver que, muchas veces, el machismo más rancio no viene precisamente de algunos hombres, sino de algunas mujeres. Mujeres que han sido educadas para depender siempre de alguien. Primero de sus padres, después del marido y, más tarde, de los hijos. Mujeres cuyo único cometido en la vida parece ser el cuidado de sus familias de una manera obsesiva que roza la enfermedad. Mujeres que no se conforman con haber sacrificado sus vidas por tratar de hacérsela más fácil a cuantos han dependido de ellas para tener cubiertas todas sus necesidades, sino que pretenden que sus hijas, sus nueras o sus nietas sigan sus mismos ejemplos.Para esas mujeres, todas las mujeres que se manifiestan cada 8 de marzo encarnan algo escandaloso y reprobable, porque con sus reivindicaciones amenazan la persistencia de su único mundo conocido, el único en el que se sienten a salvo, por muchas frustraciones que a lo largo de los años se hayan tenido que tragar, por muchas lágrimas en las que casi se hayan ahogado y por muy infravaloradas que se hayan llegado a sentir por esas personas de su familia por las que tanto se han sacrificado.También tendemos a formarnos una idea de esas mujeres que tampoco se corresponde con la realidad. Pensamos que se trata de mujeres de avanzada edad, que se educaron en plena dictadura, sintiendo que todo era pecado y aprendiendo a pedir permiso a los hombres hasta para respirar. Pero resulta que, de pronto, nos topamos con mujeres muy jóvenes que defienden los mismos argumentos, aun habiendo sido educadas en democracia e incluso por madres bastante menos conservadoras que ellas mismas. Lo más sangrante es ver a mujeres muy jóvenes, apenas unas niñas, confundiendo un ataque de celos de su pareja con una declaración de amor. “Si no me quisiera de verdad, no se preocuparía tanto, no tendría tanto miedo de que le engañase con otro.”Amar a alguien no tiene nada que ver con la posesión, sino con el respeto y la empatía. Las personas no podemos ser de nadie más que de nosotras mismas. No nos pueden comprar, ni pueden obligarnos a vivir otra vida que no sea la nuestra propia.
Querer a alguien no tiene que implicar pretenderle para ti solo o para ti sola, sino dar gracias cada día por tener la suerte de que esa persona quiera estar contigo, al margen de sus propios intereses, de sus otras pasiones y de la mucha otra gente a la que siga unida. Cuando el amor se encierra en una jaula, aunque ésta sea de oro, deriva en algo completamente diferente. En cambio, si el amor se vive en plena libertad, las personas conservan sus mutuos espacios, pueden permitirse volar tan alto como deseen sin miedo a lo que pase al volver a tocar tierra. Porque tendrán la seguridad de que su pareja no las cuestionará ni les recriminará nada de lo que hayan dicho o hayan hecho. Por encima de todo, confiarán en ellas y las amarán como son, sin pretender cambiarlas.
Estrella PisaPsicóloga col. 13749