Los primeros compases de "Beloved infidel" no parecen dejar dudas sobre el citado (y muy recurrente) apriorismo que rebaja su interés atendiendo a su "irrealismo".

Si alguien abandonara la proyección en esos momentos, sin advertir una determinación para abordar asuntos más importantes y habiendo tomado como apresuradas algunas breves y elípticas descripciones, probablemente lo haría convencido de que se tratará de un vehículo empalagoso e idealizado que aprovecha lo que le interesa de biografías con gancho para el público. Vidas, aún si desconocidas, seguro que con muchos más grises y negros y menos rosas y dorados.
En ese punto es posible que todo sea muy superficial. Tenemos a una columnista de periódicos sensacionalistas bastante insufrible empezando a disfrutar del éxito en un divertimento de "segunda" categoría para ella como es el de la prensa y por otro lado a un escritor reverenciado y apuesto que se fija en ella y se siente tan seguro de sí mismo que no está dispuesto a aceptar un no por respuesta. Pequeños apuntes construyen sin embargo otra historia, sin anticiparla.
Ella ha recibido una oferta laboral con un apenas disimulado alivio. Sus esfuerzos por aparentar que era un suceso lógico visto el éxito de sus artículos, dejan sin embargo la sensación de que no está cómoda en el papel de diva, que antes que el poder necesita la independencia que proporciona un poco más de dinero. Si va a convertirse en marquesa cuando regrese a Inglaterra, no parece que sean cuestiones que debieran importarle mucho.
En la velada en que se encuentran por primera vez, la cámara se queda discretamente rezagada después de que, por intercambio de señas, se levanten de la mesa para unirse al resto de invitados que están al fondo del encuadre. Él la toma en sus brazos y la abraza según el ritual del baile, todavía sin haber cruzado palabra. Por el brindis en que lo habían mencionado - con una broma que encaja como puede: es otro insigne Scott, Walter, por el que proponen levantar las copas - y el hecho de que se queden solos en la mesa al iniciarse la música, podemos pensar que su presencia "decora" esos eventos sin que nadie tenga mucha relación con él. Vino sin acompañante a la fiesta - luego ya sabremos de las circunstancias de Zelda, su mujer - y ninguna invitada se lo ha adjudicado aprovechando tal circunstancia.
En ese momento, un poco impreciso, hacía ya varios años que Fitzgerald había publicado "Tender is the night", una novela, además, mucho menos exitosa y más oscura que "This side of paradise" o "The Great Gatsby", por las que fue vitoreado antes de cumplir treinta años. Habiendo tenido que recurrir a trabajar como guionista del Hollywood de esos años y en el - ni por un momento escenificado - mundillo de la literatura, si no era un has been, estaba camino de serlo.
Se trataría entonces de los mismos "adornos" que habían sido la base sobre la que se edificaron sus más grandes obras ("I'd climb the highest mountain", "The song of Bernadette", "State fair", "The woman disputed", "Stanley and Livingstone", "Wilson", "Twelve o'clock high", "Love is a many splendored thing") o las que brillaron en el más reciente McCarey, en "A star is born" de Cukor, en varios Minnelli, Donen o Ray y no tanto en un Richard Brooks ("The last time I saw Paris"), con el que no compite ni casi emparenta.
Poco después comprobaremos que ese plano estático mientras se dirigen a bailar tiene su eco en uno idéntico que capta la primera vez que se besan y tal vez entonces - son casi los dos primeros encuadres en que hemos sido conscientes de que hay una cámara que elige las distancias - nos habremos hecho preguntas sobre el estilo de Henry King. Si tal cosa tiene importancia, la "decepción" llega porque se trata, como en Dwan o McCarey de la inteligencia, el pudor, la cercanía - nunca rodaron un plano "contra" algo - y el regalo al espectador de la capacidad para pensar.
Y tal "método" no tiene por qué variar sea comedia o drama lo narrado. Quizá por ello, al final del primer acto, cuando ella no soporta más el peso de la máscara que lleva y de tanta palabra afrancesada que pronuncia - más hermosa que nunca Deborah Kerr en la playa con el pelo suelto: la pequeña Lily Shiel -, se termina la alta comedia y hace su aparición el gran melodrama (otra vez sus paralelismos, esta vez estructurales, con "An affair..."), en una de sus más perfectas encarnaciones.
Las unidades de tiempo o espacio no tendrá mucha importancia conservarlas a partir de ese instante en que todo recomienza y sí, por así decirlo, las de sentimiento.
En cada uno de los espacios en que se escenificará su amor, que son los mismos en que llegarán sus desencuentros, utiliza King una mecánica muy sencilla y lógica - y antigua: griffithiana -, como es la de procurar no desmenuzar los planos por los que se nos familiariza con un escenario excepto que sea necesario.
Momentos como el del recorrido de él por el apartamento vacío antes de escribirle la carta de despedida, la sorda y sórdida escena con la pistola en la casa de la playa o los dos desoladores contraplanos, uno por protagonista (él antes de morir sintiéndose el ataque al corazón la mira por última vez; ella, cuando se lo han llevado las ambulancias mira y no hay nada ya), ambos dignos de "The long gray line" o "The wings of eagles", redoblan su fuerza y su dramatismo precisamente porque nos devuelven exactamente a las mismas posiciones que habíamos ocupado cuando era el amor lo que lo llenaba todo.
Es básicamente el mismo proceder en que luego insistieron Godard o Bergman en los 60 - con sus repeticiones y sus rimas desordenadas - y que aparece tan pronto en"Le mépris" como en "Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution", en "Tystnaden" o "Skammen".
Un casi imperceptible retroceso de la cámara cuando Scott recibe una carta no aceptándole su último manuscrito y ese inesperado contraplano vacío tras su muerte, son casi los únicos momentos en que parece que no era "necesario" hacer nada para comunicar igual de efectivamente lo mismo.
Pero esto no es del todo cierto.
El primero es un reencuadre cuando pudo ser un simple movimiento descendiente del objetivo. El matiz está en que el reencuadre contiene a la persona y el movimiento la sustituye y otorga el protagonismo al objeto. King decide utilizar el reencuadre porque no vamos a leer la carta, no importa lo que dice, sólo la decepción de él porque no es lo que esperaba.
El fantasmal plano que encuadra la entrada del apartamento cuando han levantado el cadáver no pretende ser duro con ella, arrebatándole aceleradamente el cuerpo.
Es simplemente un movimiento moral. Se terminó, ya no se puede mirar más, sólo quedan los recuerdos.