No hay que olvidar que llevamos en una situación de interinidad gubernamental desde diciembre de 2015, cuando el PP obtuvo los mismos escaños que hoy tiene el PSOE y Mariano Rajoy no pudo entonces reunir los votos necesarios para conseguir ser refrendado como presidente del Gobierno. UP y PSOE pugnaron en aquella ocasión por conformar un Gobierno alternativo que fracasó por las mismas razones que actualmente les impide conseguir esa unión de las izquierdas: desconfianzas y ambiciones mutuas por encabezar el liderazgo. Se tuvieron que repetir las elecciones en junio de 2016, con las que Rajoy logró al fin ser investido por el Congreso de los Diputados tras 10 meses en funciones, gracias a la abstención del PSOE para desbloquear la situación, una decisión que fracturó al partido y supuso la renuncia de Pedro Sánchez a su escaño y a la secretaría general del PSOE. Aquel Gobierno, el segundo de Rajoy, duró poco y andaba en continuos sobresaltos. Varios de sus ministros fueron reprobados por el Congreso, algunos de ellos hasta en dos ocasiones. La reprobación de un miembro del Ejecutivo era algo insólito, aunque no inédito, en la democracia española. Rajoy soportó hasta seis reprobaciones que afectaron a cinco de sus ministros. Más tarde dimitía el ministro de Economía para ocupar un nuevo puesto: vicepresidente del Banco Central Europeo. Pero lo peor, lo que tumbó aquel Gobierno en 2018, fue la sentencia de la Audiencia Nacional sobre el caso Gürtel que condenaba al PP como partícipe a título lucrativo en esa trama de corrupción. Era la primera vez que un partido político era condenado en España, lo que motivó una moción de censura, también la primera con éxito en democracia, aprobada por mayoría absoluta del Parlamento, que aupó al líder socialista, Pedro Sánchez, a la presidencia del Gobierno. Ocho meses más tarde, Sánchez se vería obligado a convocar nuevas elecciones anticipadas, en abril de 2019, al no poder aprobar los Presupuestos para ese año. Y con ello, volvemos a una posición similar a la inicial: PSOE, con 123 escaños, es incapaz de reunir los apoyos suficientes para investir presidente a su candidato.
UP de Pablo Iglesias, por su parte, insiste en participar en un Gobierno de coalición a cambio de su apoyo, y se niega a cualquier otra alternativa que posibilite la formación de un Ejecutivo sin su presencia en el mismo. Inquieto por la espera, elabora un amplio documento programático, que envía al Gobierno en funciones y al partido que lo sustenta, en el que vuelve a condicionar su apoyo a cambio de gestionar tres ministerios y detentar una vicepresidencia. De ahí no se mueve, mientras Pedro Sánchez rechaza la oferta y da largas a las negociaciones, consumiendo un plazo que finaliza el 23 de septiembre. Pierde el tiempo en reunirse con colectivos y representantes de la sociedad civil, con voz pero sin voto, para pulsar sus demandas y perfilar un programa que se supone negociará con sus potenciales aliados. Tal desidia para alcanzar acuerdos políticos que conduzcan a la formación de Gobierno, en los que ningún partido se baja del burro y le importa muy poco que el país no esté en condiciones para afrontar los retos que se ciernen sobre nuestras cabezas (amenaza de una nueva recesión económica, la guerra comercial entre EE UU y China, el Brexit duro que parece inesquivable, el fenómeno de la migración que afecta a las fronteras de Europa, los problemas de seguridad y defensa que se derivan de las tensiones en Irán, Siria, Ucrania y norte de África, los conflictos territoriales con Cataluña, el problema de la sostenibilidad de las pensiones y, por encima de todo, la creación de empleo estable y dignamente remunerado, entre otros), traslada al electorado un desprecio hacia su opinión, reiteradamente expresada en estos últimos años en las urnas y no tenida en cuenta por sus representantes políticos.