Antes, digamos hace quince años, un disco era un bien de consumo que requería todo un ritual de tiempo y atención. Desde conseguir el dinero necesario para comprarlo, pasando por el camino de ida a la tienda y vuelta a casa, hasta el excitante momento de colocar el aparato en el reproductor y acomodarte en la cama a disfrutar de la música mientras le echabas un vistazo al libreto. Un proceso lento si se quiere, pero que hacía que la experiencia resultara mucho más gratificante. Y que decir de hace quizá treinta o cuarenta años, la magia de los vinilos y los singles de 45, los grandes formatos analógicos, los tocadiscos que saltaban y las agujas que se estropeaban y los discos que había que cuidar porque eran pequeños tesoros que iban más allá de la música en si. Artefactos culturales, en suma, cuyo valor no radicaba sólo en su mayor o menor mérito artístico.
Un mundo cuyos últimos coletazos alcancé a vislumbrar y que ahora echo de menos. Sí, me inicié en la música con el imperfecto pero mágico sonido de los LPs y asistí al ascenso y declive del CD, un producto sin alma. Y ahora, como ya he dicho, tengo un ipod y una conexión a internet que me permite disfrutar de canciones que hubiera tardado toda la vida en encontrar cuando tenía veinte años, suponiendo que hubiera tenido el tiempo y el dinero necesarios para localizarlas y adquirirlas. Hoy, por el contrario, tengo virtualmente toda (sí, toda) la música que quiera al alcance de mis manos, o de mi ratón. Sin ir más lejos, en el tiempo que llevo escribiendo este post me ha dado tiempo a encontrar unas raras grabaciones conjuntas de Dylan y Harrison circa 1970, y ahora mismo las estoy disfrutando. Sin moverme del asiento ni emplear tiempo en ello. Sin despeinarme. Y ni que decir tiene que me está encantando, pero el entusiasmo no es comparable a lo que hubiera sentido encontrándolo en un estante perdido de algún mercadillo, por poner un ejemplo.
Ahora que editar los discos en formato vinilo vuelve a ser cool, veremos como reacciona la industria digital ante el reingreso de nuestros viejos y negros amigos redondos. Yo, por lo pronto, ya me he agenciado un tocadiscos. Ahora sólo tengo que convencer a mi padre para que me devuelva los discos que le cedí hace años.