Irena Sendler, la enfermera polaca que salvó a cientos de niños judíos

Por Emma

En 1939, cuando Alemania invadió Polonia, Irena Sendler era una bella enfermera de 29 años que trabajaba en el Departamento de Bienestar Social de Varsovia. De talante generoso y compasivo, la horrorizaba el sufrimiento ajeno, y durante la Segunda Guerra Mundial trabajó incansablemente para proporcionar atención médica, comida y ropa a todas las víctimas de la guerra que podía.
Cuando el 1942 los nazis crearon un gueto en Varsovia, Irena horrorizada al ver cómo los seres humanos hacinados allí eran tratados, se propuso ayudar. Ella y un grupo de compañeras tan valientes como ella consiguieron identificaciones de la oficina sanitaria según las cuales supuestamente se encargaban de identificar y controlar los brotes de enfermedades contagiosas.

Sin embargo, su verdadero propósito era otro. Presentándose con un nombre falso, Jolanta, Irena se fue poniendo en contacto con varias familias judías para ofrecerles ayuda. No podía sacarlos de allí a todos sin que los nazis se dieran cuenta, pero se ofreció a salvar a sus hijos poniéndolos en lugar seguro para que los nazis no se los llevaran, puesto que, como advirtió a los familiares de los pequeños, corrían serio peligro allí dentro. La oferta era peliaguda; las familias deseaban proteger a sus pequeños, pero la única alternativa que tenían era entregárselos a una desconocida sin saber si volverían a verlos. Por otra parte, los niños, sobre todo los más pequeños, lloraban mucho si intentaban separarlos de sus padres. Las despedidas de los niños más mayorcitos y sus familiares eran angustiosas. No era una decisión fácil, y muchos dudaron. Algunos padres y madres no deseaban separarse de sus hijos y declinaron la oferta. Otros, desesperados y dispuestos a todo con tal de salvarlos, los entregaron a Irena y a sus amigas. Estos fueron los únicos que sobrevivieron.

A aquellos que le fueron confiados, Irena los sacó del gueto por cualquier medio que estuviera a su alcance; en bolsas de basura, sacos y cargamentos de mercancías (desde herramientas hasta hortalizas), e incluso en ataúdes, haciéndolos pasar por víctimas del tifus. Les daba un nombre falso y los llevaba a un lugar seguro. Como pocas familias polacas estaban dispuestas a correr el riesgo de cobijar y esconder a un judío, los niños encontraron asilo mayormente en establecimientos religiosos cristianos: conventos, monasterios, orfanatos católicos e incluso casas particulares de religiosos. ¿Sorprendente? Tal vez, pero sobre todo conmovedor. Los mismos curas que siglos antes incitaban a los pógromos ahora se jugaban la vida acogiendo con cariño a los niños judíos que les enviaban Irena y sus amigas, con gran riesgo para sus vidas, pero confiando en la cierta inmunidad que poseían al pertenecer a la Iglesia.
Para asegurarse de que pudieran volver con sus familias si los nazis perdían la guerra y la paz volvía a Polonia, Irena escribió el nombre falso de cada niño junto con su nombre verdadero y todos sus datos familiares para poder econtrarlos, informarles de sus orígenes (algunos eran demasiado pequeños para ser conscientes de lo que sucedía, y los religiosos que los recibían no conocían sus nombre verdaderos) y poderlos devolver a sus padres si estos sobrevivían. Luego, metió las listas en frascos de cristal que enterró en el jardín de su vecina.

No obstante, Irena se estaba jugando la vida al ayudar a los pequeños, y pronto llegó el momento en que la desventurada heroína lo sintió en sus propias carnes. La Gestapo averiguó sus actividades y la detuvo, llevándola a la prisión de Pawiak, un sórdido y tenebroso lugar del que pocos salían si no era para ir a un campo de concentración. Los que no morían ejecutados acababan suicidándose. Allí, la pobre Irena fue interrogada duramente y torturada con brutalidad, ya que ella era la única que conocía la verdadera identidad y el escondite de los niños, así como el nombre de las amigas que la habían ayudado.
Pero ella no confesó. Soportó con la enterza propia de un mártir los tormentos de los nazis, cuyos métodos para quebrantar la voluntad de aquellos a los que atrapaban eran atrozmente eficaces. No delató ni a los niños ni a ninguno de sus colaboradores. Un pequeño milagro la sostuvo y le dio fuerzas cuando todo parecía venirse abajo: en un colchón de paja de su celda, después de una de las sesiones de tortura, encontró una estampa de Jesús Misericordioso con la leyenda: “Jesús, en vos confío”. Irena tomó aquel hallazgo como una señal de esperanza y se aferró a él, sin quebrantarse, sin confesar.
Sin embargo, el futuro no se presentaba muy esperanzador para ella. Los nazis, al darse cuenta de que no podían sonsacarle nada, la condenaron a muerte. Irena se resignó a sufrir el mismo destino que muchos prisioneros de Pawiak habían sufrido ya y que miles más iban a sufrir después de ella. Tal vez la estampa que había encontrado no significaba nada. Tal vez estaba condenada irremisiblemente por el único crimen de haber salvado la vida de niños inocentes...
Pero incluso en las horas más oscuras, los milagros son posibles. Mientras esperaba la ejecución, un soldado alemán entró en la celda de Irena y se la llevó para un "interrogatorio adicional". Al salir, gritó en polaco "¡Corra!". Irena no pensó, no tuvo tiempo de sorprenderse ni de darle las gracias a ese inusitado ángel exterminador que acababa de convertirse en ángel salvador. Al día siguiente, la joven halló su nombre en la lista de los polacos ejecutados. Los miembros de la Resistencia polaca habían logrado sobornar a algunos soldados alemanes, gracias a lo cual estos dejaron escapar a Irena, la cual continuó trabajando con una identidad falsa.
Al finalizar la guerra y caer el gobierno nazi, Irena desenterró los frascos y le entregó las notas al doctor Adolfo Berman, el presidente del Comité de Salvamento de los Judíos Supervivientes. Se intentó localizar a las familias de los niños, pero tristemente se descubrió que la mayoría eran huérfanos y estaban solos en el mundo: todas sus familias habían sido exterminadas en los campos de concentración. Unos pocos, los más afortunados, pudieron volver con algún familiar que se hizo cargo de ellos. El resto fueron adoptados o enviados a orfanatos. Vivos, en todo caso. Una generación superviviente. Gracias al sacrificio y al valor de Irena.
Irena a los 97 años, un año antes de su muerte


«La razón por la cual rescaté a los niños tiene su origen en mi hogar, en mi infancia. Fui educada en la creencia de que una persona necesitada debe ser ayudada de corazón, sin mirar su religión o su nacionalidad.»  Irena Sendler