La palabra fiesta suena a melodías de violines en los oídos de una mozuela adolescente que sueña con ser una dama hermosa y amada. Catorce años, se está en proceso de ser pero aún no se es, edad límite de autoafirmación y confrontación, de conflicto con una madre arbitraria y mandona que clava su fría mirada de celosa enemiga sobre su hija. Lo último que desea la doña es que le disputen el sitio de honor en el escaparate donde va a mostrar toda su teatralidad henchida de vulgar narcisismo. Se prohíbe por decreto materno la asistencia de la joven al sarao de pompa y circunstancia. Reprimen la necesidad de entrar en la edad adulta, le roban su cuota de felicidad en la Tierra, el mundo está lleno de hombres y mujeres que buscan la dicha, ¿qué malo hay en ello? Por primera vez en su vida la niña llora así, sin muecas, sin hipos, silenciosamente como una mujer. Inconsolable y crispada. Sus padres son malas personas, la vigilan, la atormentan, la humillan, de la mañana a la noche se ensañan con ella y su madre manipuladora, autoritaria y exagerada personifica la perfidia. Inevitable choque generacional, difícil relación madre-hija. Le embarga la frustración, la arrastra una especie de vértigo retador, una necesidad salvaje de desafío, de insumisión, de dejarse llevar por un acto absurdo de venganza.
Aunque carece de intención moralizadora, el equilibrio sicológico de la parodia, la ironía de la línea argumental y la limpieza plástica del estilo con que se muestra el desengaño social refuerzan en el lector (al menos en el aquí firmante) la sensación de burlona alegría por el correctivo recibido.
Deliciosa miniatura literaria de admirable sensibilidad y encantadora lectura.