La relación entre madre e hija (un leitmotiv que se repite en las novelas de Némirovsky) aparece aquí con una crudeza que nos invita a preguntarnos una y otra vez por qué. La sensación de que hay personas que dejan pasar su vida sin hacer nada, se acrecenta en este juego de celos y egoísmos inerte que tiene como resultado el odio de una hija (inteligente) hacia una madre (profundamente idiota), lo que la lleva a tener que refugiarse en una institutriz francesa que le dará un cariño, una atención y una educación refinada. Sentimientos y actitudes diametralmente opuestas a la que le ofrecen y poseen su familia. La destreza de carácter de Elena (pura supervivencia) se deja entrever en varios momentos del transcurso de la novela, y nos hace empatizar más si cabe, con una niña que posee grandes dotes de genialidad en un aislamiento con barrotes de oro.
La capacidad tan envolvente como poética con la que Némirovsky nos engancha, alcanza dosis sublimes cuando por ejemplo nos describe el proceso de pérdida y muerte de Mademoiselle Rose (su institutriz) donde la niebla está muy bien tratada como frontera que nos lleva al más allá; o en esas otras ocasiones, sobre todo al inicio de cada una de las partes en las que se divide la novela, donde una vez más, en muy pocas líneas recrea toda un mundo de sensaciones y retratos tanto personales como físicos que nos envuelven en la necesidad de seguir leyendo porque no podemos hacer otra cosa que caer rendidos ante esas muestras de gratitud hacia la gran literatura. Noruega, París…
El vino de la soledad es un gran título, para una no menos gran novela, que nos acerca al universo más íntimo de su autora, que en estas líneas nos dibuja su infancia, adolescencia y primera juventud de una forma magistral, y donde nos damos cuenta que este vino de la soledad se comporta como un acantilado de los sentimientos, donde una vez que te caes no puedes volver atrás.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.