Irredentismo en Europa: en busca de un gran país

Publicado el 08 septiembre 2014 por Juan Juan Pérez Ventura @ElOrdenMundial

El año 1918 marcó el ocaso de los viejos imperios europeos. Francia nunca conseguiría sobreponerse de los cuatro años anteriores de guerra, Alemania quedaría reducida a una versión “de bolsillo”, Austria-Hungría sería troceada y dividida en mil partes y Rusia colocaría su frontera cientos de kilómetros más al este al tener que hacer hueco a nuevos países. Casi un siglo después, la tendencia a crear nuevos y cada vez más pequeños estados continúa. Escocia tendrá un referéndum en septiembre de 2014 para decidir su futuro – aunque las encuestas apuntan a que seguirá dentro del Reino Unido –; Cataluña sigue intentando llegar al punto en el que ahora se encuentran los escoceses y hará sólo unos años que Bélgica estuvo muy cerca de partirse en dos, con flamencos y valones cada uno por su lado. Como proyectos que llegaron a buen puerto, las apariciones de los estados europeos más jóvenes, Montenegro y Kosovo, ambos escindidos de Serbia en 2006 y 2008.

Solamente desde la disolución de la URSS en 1991, nueve países han surgido en Europa, siete de los cuales proceden de la también extinta Yugoslavia. A pesar de esta tendencia atomizadora del mapa continental, cuyo único intento efectivo en el sentido contrario es ejemplificado por la Unión Europea, existen en algunos países iniciativas e incluso partidos que desean la incorporación de territorios de otros estados al propio bajo pretextos culturales, lingüísticos o históricos.

Intenciones a contracorriente

Lo que conocemos como “irredentismo” es la forma sutil y romántica de expresar lo que siempre se ha entendido como “reclamación territorial”, solo que añadiendo el lustre y el adorno de ser por motivos étnicos, de lengua o de cultura, e incluso con las intenciones de proteger a lo que en otros países vecinos son minorías. Así nacía en la segunda mitad del siglo XIX el movimiento irredentista de la mano de la reunificación italiana, donde algunos sectores nacionalistas quisieron seguir agrandando territorialmente el país, especialmente hacia la costa dálmata y algunos territorios austrohúngaros, bajo la excusa de que en dichos lugares vivían importantes grupos de población italiana, por lo que era necesario, además de justo, que se integrasen en la recién nacida Italia. En las décadas sucesivas, este particular tipo de expansionismo se hizo bastante popular en Europa, especialmente tras el fin de la Primera Guerra Mundial, momento en el que los grandes imperios dejaron paso a un buen número de pequeños estados, que en no pocos casos tenían una composición étnica y lingüística – y a veces también religiosa – bastante complicada. Es por ello que en el centro y el este de Europa, la idea de la “Gran (añadir aquí país al gusto)” fuese bastante habitual de ver. Desde Italia, a la que se le prometió mucho y se le dio poco para cambiar de bando en la Gran Guerra, pasando por Polonia –guerra con la URSS incluida–, Hungría, Grecia, Yugoslavia o Rumanía hasta Bulgaria, que miraba con gusto territorios de la actual Grecia y Macedonia, cada país quería adelantar sus fronteras para recoger en el rebaño nacional a los semejantes culturales que vivían en otros países o para simplemente recuperar los territorios que el despiece geopolítico motivado por los tratados de paz que la Primera Guerra Mundial había impuesto en medio continente.

El uso más descarado de este expansionismo fue el ejecutado por la Alemania de Hitler. Antes de que Polonia se plantase y fuese barrida del mapa, Austria aceptó con cierto gusto el Anschluss en marzo de 1938 en esa búsqueda de la “Gran Alemania”, reuniendo a todos los alemanes – culturalmente hablando – bajo una misma bandera. Seis meses después el mismo argumento volvería a ser suficiente durante los Acuerdos de Munich, momento en el que se cedieron los Sudetes checoslovacos al embrión del Reich y ya en 1939, la totalidad de lo que hoy es la República Checa y la ciudad lituana de Memel.

Aprovechando su adhesión al Eje, Italia se sumó a este movimiento, que hay que diferenciar del expansionismo más gratuito – véase la invasión de Grecia –, incorporando territorios yugoslavos al borde del Adriático y manteniendo las pretensiones sobre territorios como Malta, Córcega o Niza. Pero sin duda, el país que mejor simboliza esta idea del irredentismo y del gran país es Hungría. En los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, cuando todo marchaba maravillosamente para Alemania y sus aliados, el almirante Horthy, dictador húngaro, decidió que era hora de recuperar los territorios que la Primera Guerra Mundial le había arrebatado a su país. Tras ser troceada Austria-Hungría en el Tratado de Trianon de 1920, de los casi diez millones de húngaros que vivían en el ya inexistente imperio, tres millones quedaron fuera de las fronteras de la joven Hungría en territorios que pasaban a Rumanía, Checoslovaquia, Austria y a lo que sería después Yugoslavia. Todo eso es lo que Horthy, de la mano de Hitler, se propuso recuperar.

Para 1941, y no sin poca persistencia, Hungría había recuperado los territorios que al menos étnicamente – aunque la expansión se hacía bajo criterios lingüísticos – consideraba propios, pero sin llegar al tamaño de lo que históricamente fue el Reino de Hungría. Ya en 1945, con la derrota en la guerra, el país magiar perdió todo lo ganado en los años anteriores, volviendo al tamaño anterior a 1938, que es el que mantiene actualmente.

En el presente ya poco queda de aquella moda de hace ochenta años, sin embargo sí que existen pequeños conatos por Europa que persiguen integrar zonas de otros países, especialmente en aquellos con fuerzas políticas asentadas de marcado carácter nacionalista que casi podríamos calificar de extrema derecha. A esto le podemos añadir, en una versión más rebajada, las reclamaciones territoriales que todavía persisten en el Viejo Continente, aunque poca relación tienen con este “expansionismo étnico”, sino que más bien se conectan con reivindicaciones de tipo histórico.

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La Gran Rusia

La Unión Soviética se disolvió en 1991, pero para algunos elementos políticos de Rusia, su gran sucesora, aquella disolución supuso perder parte de la identidad étnica e histórica de lo que es Rusia. Así, y especialmente orientada hacia Europa, la idea de reintegrar antiguos territorios soviéticos en Rusia es bastante sugerente para los sectores más a la diestra del espectro político ruso. Esta reintegración no pretende ser con la totalidad de elementos de la antigua URSS, sino sólo con aquellos países o regiones altamente rusificadas. La idea lleva tomando forma desde la reaparición de Rusia y su principal foco ha estado puesto sobre Bielorrusia, la última dictadura de Europa, económicamente irrelevante y que culturalmente tiene innumerables lazos con Rusia.

Esta política de la Gran Rusia no era tomada en demasiada consideración hasta hace bien poco desde el oeste europeo. La debilidad política y económica de Moscú imposibilitaba proceder de esa manera, sin embargo, desde hará pocos años, hemos venido observando cómo cada vez más el tándem Putin-Medvédev ha desplegado el paraguas de la Gran Rusia sobre sus vecinos. En 2008 recogió, aunque fuese de manera indirecta, a osetios y abjasianos, escindidos de la vecina república de Georgia y en 2014, ya de manera completamente oficial, se anexionó la península de Crimea tras un referéndum en el que la población local decidió salir de Ucrania para integrarse en Rusia. Esto pone de manifiesto que aunque en países limítrofes con Rusia pueda no existir una voluntad general de colaborar en la formación de esa Gran Rusia, determinadas regiones sí son muy sensibles a cambiar de nacionalidad, bien sea por cuestiones políticas, económicas, étnicas o históricas.

Así pues, la probabilidad de ver aparecer esta Gran Rusia no es descartable pero tampoco algo que vaya a ocurrir con total seguridad. Si el objetivo es recuperar el antiguo territorio que disfrutaba la URSS, las posibilidades son nulas, empezando por las tres repúblicas bálticas – Estonia, Letonia y Lituania – que han preferido mirar hacia la Unión Europea antes que a la Federación Rusa. Sin embargo, como decimos, Bielorrusia, en un futuro, podría plantearse la reentrada, mas no así Ucrania, que salvo una partición en dos fruto de la guerra civil que atraviesa, los elementos ucranianos enormemente nacionalistas del oeste del país lo impedirían. En el este del país, si las fuerzas prorrusas consiguen asentarse con firmeza – cosa que cada vez parece menos probable –, sí podrían lograr que su capital pasase a ser Moscú y no Kiev, bien por la fuerza, bien vía referéndum como hizo Crimea – aunque fuese bajo una ocupación militar efectiva de las tropas rusas –. En el Cáucaso la expansión parece enormemente difícil, puesto que hay ya nacionalismos en Georgia, Armenia y Azerbaiyán – estos dos últimos en guerra desde hace veinte años – lo suficientemente fuertes como para no estar interesados en semejante plan ruso. Además, abjasianos y osetios quieren la propia independencia, no integrarse en Rusia, puesto que de ser esa su intención, dicha anexión ya se habría producido.

Por último, posando la vista en Asia Central, la cuestión se vuelve a dividir en dos. Por un lado Kazajistán, el más fuerte de los llamados “-tanes”, muy afín y dependiente de Rusia; por otro, el resto de exrepúblicas soviéticas, bajo gobiernos muy personalistas, extremadamente corruptos y con notables problemas étnicos y religiosos en su interior. Para el gobierno de Astaná, tal es la sintonía ruso-kazaja que en medio de la crisis en Ucrania, Kazajistán se adhirió a la zona arancelaria común que ya poseían Rusia y Bielorrusia – que pretende evolucionar hacia una Unión Euroasiática –, en un claro gesto de integración entre ambos países.

Parece por tanto que los deseos de los sectores más nacionalistas de Rusia no van a ver cumplidos sus deseos en su plenitud. No obstante, no es descabellado pensar que en vista de la actitud y el posicionamiento ruso en Europa Oriental en los últimos años, las fronteras de Rusia puedan agrandarse y llegar a ser una versión desdibujada de esa Gran Rusia.

La Gran Serbia

El país que todos conocemos como Yugoslavia tenía en su origen de nombre cooficial “Reino de los serbios, croatas y eslovenos”. Cuando la monarquía cayó tras la Segunda Guerra Mundial este nombre dejó de existir. Sin embargo, con la disolución de la república balcánica en siete estados, las aspiraciones irredentistas serbias han rescatado este curioso nombre.

En la actualidad, Serbia es un país con un enorme componente nacionalista. Son conscientes del drama que supuso para la región la guerra en los Balcanes durante los noventa, y en parte por ello han desplegado un fuerte sentimiento identitario que a menudo choca con los países vecinos y sus identidades nacionales. Yugoslavia, que antes de la guerra era una mezcla sin apenas continuidad de etnias, acabó resquebrajándose en una serie de estados-nación que en parte resolvieron ese “problema”, pero que en otros lugares, caso de Bosnia-Herzegovina, sigue siendo un conflicto político y social recurrente. Así, la derecha serbia – que se puede catalogar fácilmente de extrema – ha tenido este punto de la Gran Serbia en mente desde la disolución de Yugoslavia en 2003. El actual presidente serbio, Tomislav Nikolic participó en el delirio bélico y se manifiesta abiertamente partidario de esta reunificación de los serbios que viven fuera, al otro lado de las fronteras de Serbia. Es por ello que este tipo de pretensiones causan recelos en la región. Forzar la situación étnica balcánica se vio hace dos décadas que no da buenos resultados, por lo que jalear a los serbios residentes en Bosnia – aquellos que viven en la República Serbia, un ente autónomo dentro de Bosnia –, en zonas de Croacia, Kosovo o Macedonia podría devolver a la región al clima de inestabilidad que tantas desgracias produjo.

Las pretensiones de los radicales de Nikolic son, simplemente, volver a recrear Yugoslavia, solo que bajo mayor dominio serbio y dejando independientes las exrepúblicas que étnicamente apenas tienen población serbia, caso del norte de Croacia y Eslovenia. Todo lo demás, incluyendo Kosovo, Montenegro, Macedonia, Bosnia y la Croacia dálmata pasarían a ser parte de la Gran Serbia.

La viabilidad de este ente nacional es, al igual que la Gran Rusia, reducida. En los últimos tiempos, casi por norma, los territorios con un fuerte sentimiento separatista prefieren antes la independencia que la subordinación a otro estado, por mucha afinidad étnica o religiosa que haya. El territorio no serbio más cercano a Serbia probablemente sea la comentada República Serbia, integrada en Bosnia y Herzegovina. Sin embargo, cuando Montenegro se separó de Belgrado en 2006, dentro de la comentada república bosnia se planteó también la independencia, no una adhesión al país de los serbios. A esto se le añade la pésima imagen que daría un expansionismo étnico serbio, que indudablemente sería utilizado por sus detractores para airear los fantasmas de la guerra balcánica. Volver a la senda que condujo a una guerra y a un terrible genocidio sería inaceptable, tanto para los países vecinos como para el resto de países europeos. En este sentido, Serbia también debe priorizar dentro de su política exterior. Los Balcanes son atractivos para una ampliación de la Unión Europea – y así lo refleja la entrada de Croacia en julio de 2013 –. Es por ello que Serbia, de querer entrar en el bloque económico, no se puede permitir malas relaciones ni con los vecinos ni con el resto de países de la comunidad europea.

La Gran Hungría

Echando un vistazo a la Historia, los húngaros probablemente se sientan como uno de los países peor tratados por la misma. Siempre han estado sometidos a algún poder extranjero y por su posición, además de por su papel subordinado, se han visto arrastrados a todos los grandes conflictos vividos en el continente en los últimos siglos. Hungría, como Estado independiente, ha sido más una excepción que la norma, por lo que los húngaros, como pueblo, al encontrarse habitualmente en entes políticos más grandes que lo que era la propia Hungría – si es que alguien tenía claro lo que era Hungría – se encontraron diseminados por varios países cuando este estado nació tras la disolución austrohúngara. A pesar de que Horthy intentó, como hemos visto, cuadrar la Hungría territorial con la Hungría como lugar en la que viven los húngaros, su deseo fue bastante efímero.

En la actualidad, los grupos de extrema derecha húngaros, ejemplificados en el Jobbik, reclaman que los territorios que formaban parte de Hungría cuando aún existía el Imperio Austrohúngaro vuelvan a estar gobernados desde Budapest. Estas pretensiones incluyen la totalidad de Eslovaquia, el norte de Croacia hasta el Adriático – lo que supone la mayor parte del territorio croata –, la región serbia de Voivodina, la región rumana de Transilvania y una pequeña franja territorial que linda entre Austria y Hungría.

Aunque este tipo de pretensiones tienen una acogida sustancial entre la población húngara, su realización es prácticamente imposible. Salvo Serbia, todos los vecinos a los que les reclama territorio, además de ellos mismos, están dentro de la Unión Europea, lo que posibilita que las fronteras se vuelvan prácticamente inexistentes y los húngaros, como cualquier otro europeo, puedan transitar libremente por ellas, lo que diluye uno de los argumentos con mayores peso, aquel referente a que los húngaros en otros países estaban “atrapados” en dichos lugares; además, la extensión de la democracia por Europa y las exigencias democráticas de la UE imposibilitan cualquier tipo de discriminación hacia ellos.

La Península Ibérica y sus fronteras discutidas

Aunque en la Europa Occidental no existen apenas cuestiones sobre territorios discutidos, dos de ellos se desarrollan en la Península Ibérica y envuelven a tres de sus moradores: Portugal, España y Reino Unido. No llegan al nivel de los casos anteriormente comentados, pero para la política exterior de quienes reclaman sí suponen un aspecto importante de la misma, aunque su componente actual esté masivamente imbuido de un orgullo nacional e histórico más que de algún otro sentido más “práctico” y acorde a la situación política europea del siglo XXI.

El primero de ellos enfrenta a Portugal y España por el municipio de Olivenza, de poco más de 12.000 habitantes, en la provincia de Badajoz; el segundo de ellos es más conocido, además de ser más conflictivo, y tiene como epicentro Gibraltar, bajo soberanía británica pero históricamente reclamado por España.

En la llamada “Cuestión de Olivenza”, el municipio pacense es reclamado por Portugal por el hecho de que desde 1297 a 1657 y de 1688 a 1801 estaba bajo soberanía portuguesa. Sin embargo, tras la Guerra de las Naranjas – la invasión francoespañola de Portugal – el pueblo fue tomado por tropas españolas y mediante el Tratado de Badajoz de 1801, Olivenza pasó definitivamente a manos españolas, donde se mantiene hasta la actualidad. Sin embargo, los elementos portugueses más nacionalistas siempre han aireado la reclamación con la intención de que el pueblo extremeño volviese a Portugal. Desgraciadamente para ellos, la persistente negativa española, la incapacidad lusa de darle visibilidad internacional al tema, la integración de ambos países en la Unión Europea y la creación de una eurorregión en la zona hará una década han terminado por enterrar el tema. A pesar de ello, no es raro que salga a relucir cuando el tema de una posible y futura unión ibérica asoma la cabeza, un proyecto político que por las encuestas goza de cierta aceptación a ambos lados de la frontera, si bien en un aspecto más institucional no ha tenido la misma acogida.

En la reclamación española sobre Gibraltar, los motivos son parecidos a los portugueses sobre Olivenza, si bien el “peso” de ambos contendientes hace que la reclamación se haya tensado de más en algunos momentos. Nos ponemos en situación.

En 1713 se firma el Tratado de Utrecht, por el que España cede a Gran Bretaña según el artículo X del comentado tratado “la Ciudad y castillo con otros elementos complementarios: juntamente con su puerto, defensas y fortalezas que le pertenecen”. Es aquí donde las diferencias de interpretación atrincheran a ambas partes. Para Gran Bretaña, en una interpretación extensiva, esta cesión implica la jurisdicción de todo el territorio del Peñón, por lo que Gibraltar sería irremediablemente británica; por la otra parte, España siempre ha argumentado que la cesión se realiza solamente sobre los edificios comentados, no sobre el resto del territorio gibraltareño, que seguiría siendo español. Además, dicho tratado no establece ningún tipo de frontera o división entre Gran Bretaña y España, hecho que ha argumentado históricamente la parte española para, por un lado, dar peso a que el suelo es español y segundo para denunciar que todo el territorio que controla a día de hoy Gran Bretaña ha sido mediante una ocupación ilegal.

Los intentos para resolver el litigio han abarcado todo. Desde la Operación Félix durante la Segunda Guerra Mundial para tomar Gibraltar por la fuerza y que casi arrastra a España al conflicto hasta, en tiempos más cercanos, las negociaciones, la inclusión de Gibraltar por parte de la ONU en la lista de territorios pendientes de descolonizar y un referéndum sobre una posible cosoberanía hispano-británica del Peñón, algo que fue rotundamente rechazado en las urnas en 2002 por los gibraltareños.

Aparentemente, el problema parece lejos de solucionarse. Desde el gobierno español se rescata cada cierto tiempo el tema de Gibraltar, especialmente a modo de cortina de humo. Desde Gran Bretaña hacen ya oídos sordos a las reclamaciones españolas, y derivan cualquier negociación a lo que decida el gobierno y la población gibraltareña. Sin embargo, recientemente, el conflicto ha derivado más por los derroteros económicos que por los puramente históricos. En primer lugar, desde España se argumenta que el gobierno gibraltareño y la Royal Navy con base en la roca dificultan la labor de los pesqueros españoles que intentan faenar por las aguas – aguas que el Tratado de Utrecht no especifica de quién son –; también, la Hacienda española considera Gibraltar como un paraíso fiscal y a base de insistencia ha conseguido que la Comisión Europea se interese por el sistema fiscal gibraltareño y las actividades financieras que allí se realizan. Al final, la visita de los funcionarios europeos ha hecho que desde la Comisión se concluya que Gibraltar podría ser un lugar frecuente de contrabando y blanqueo de capitales, algo que sin duda puede poner en una posición muy comprometida al gobierno gibraltareño.

Uno de los motivos por los que se impulsó la Unión Europea – en su origen CECA (Comunidad Europea del Carbón y el Acero) fue para difuminar las fronteras, permitir la movilidad de los recursos y evitar una nueva guerra en Europa. De momento, los tres objetivos parecen ir por buen camino. Y es que las fronteras férreas, distinguir a cada lado de una línea imaginaria e impuesta por determinados motivos, no suelen dar pie a la cooperación y la buena vecindad. A pesar de que Europa tienda a parcelarse cada vez más, los intentos por crear un único y gran territorio europeo son más fuertes. Para muchos, el único nombre que quieren oír detrás de un “Gran” es “Europa”.