Es lo malo de lo bueno, que se agota pronto. Parece que fue ayer cuando anunciábamos coger unas vacaciones y éstas ya han pasado volando…, nunca mejor dicho, metafórica y literalmente. Treinta días –dejando uno para aclimatarnos de nuevo a las rutinas- que nos han permitido tener una nueva visión del rincón donde disfrutamos de la posibilidad de liberar el alma de los temores, las prisas, la competitividad, las envidias y las ambiciones para que se entregue a lo que de verdad importa: vivir. Vivir compartiendo éxtasis de felicidad por una puesta de sol como nunca antes habíamos contemplado, espasmos de asombro por un paisaje cuya magnitud y virginidad natural éramos incapaces de aprehender en su totalidad y chispazos de paz que el sosiego, las lecturas y las charlas despreocupadas deparaban. Así descubrimos aspectos inéditos de nosotros mismos, de la familia, amigos y conocidos, y del encantador entorno de Isla Cristina, un pueblo pesquero del sur de España que todavía conserva su identidad originaria sin sucumbir a los pastiches de la modernidad del turismo de masas y los panales de hormigón de una aglomeración infame. Un lugar donde todavía es posible comprar el periódico mientras se entabla una conversación amena con el quiosquero, tomar un café mientras se ojea el periódico y se pasea por callejuelas adoquinadas o sendas intrincadas entre pinares sin que nadie te empuje ni te moleste. Hemos sentido y hemos visto, en estas breves vacaciones, un hermoso lugar como si fuésemos un pájaro que lo acaba de descubrir en su migración hacia paraísos ignotos. Imagíneselo. Fotografías mediante dron por Alberto Guerrero Guerra