Mientras el primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan visitaba hace unos días Alemania y le pedía apoyo a Angela Merkel para su adhesión a la UE, aparecía una encuesta en el diario Die Welt según la cual el 69 por ciento de los alemanes se opone radicalmente a ese ingreso.
Es un ejemplo de lo que ocurre en una Europa crecientemente hostil a acoger a un país musulmán y a más inmigrantes de esa ideología, a los que hace sólo una década se aceptaba sin reticencias.
Desde el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, se ha vuelto negativa la percepción del islam, visión agudizada con los atentados de Madrid y Londres, y las crecientes amenazas de mayor terrorismo.
Aunque muchos de los seis millones de turcos residentes en Alemania han absorbido los valores europeos, crece el número de extremistas que predican las mismas ideas que las de las grandes fuerzas islámicas que apoyaran entre 1933 y 1945 a Hitler y al nazismo.
Crece la islamofobia, pero de momento es difícil calificarla de extrema derecha: históricamente esa ideología ha sido antijudía y favorable al islam, como lo eran Hitler o Franco con sus tropas moras y la amistad con todo lo musulmán.
Acaba de entrar en el Parlamento sueco una fuerza antiislámica, Demócratas Suecos, que será determinante en la política del país, como ocurre en Holanda con el occidentalista projudío e islamófobo Geert Wilders, igual que en Dinamarca, Noruega y otros países democráticos.
Mientras, los partidos tradicionales parecen desconcertados. Aunque Sarkozy en Francia, y aparentemente el PP en España, tratan oponerse al islamismo antes de que les roben su electorado antiislamistas más notorios, que comienzan a aparecer cada vez menos tímidamente en ambos países.