El otro día tuvo que pasar la ITV. Ése gran desafío. Ella puede hacer mil cosas pero, ya ven, ésa es una de las que se le resiste. O, al menos, se le resistía. Siempre ha tenido cosas mejores que hacer y como su churri sabe que es mejor tenerla complacida se ofrece amablemente a ahorrársele ese trance. Maravillas de la convivencia. Pero los astros quisieron que este año no coincidan en vacaciones y que imperiosamente tuviera que salir hacia el pueblo el 1 de agosto con su madre, su hermano, su cuñada, su sobrino y un gato. Sí, lo sabe. Ella antes molaba.
Decide llevar el coche al taller para ponerlo a punto, que su Mini ya empieza a tener una edad. La odisea comienza para encontrar un taller de confianza. No sabe ustedes pero ella es pisar un taller y tener una sensación de indefensión brutal. Al igual que los ordenadores huelen la prisa, los mecánicos huelen el desconocimiento de las rubias…
Después de dos días sin coche y miles de gestiones en metro, el día antes de sus merecidas vacaciones se dirige a pasar la Inspección Temida de Vehículos con su flamante cita previa. Aparentemente no tiene nada que temer. Todo está en orden y el coche está refulgente con sus ruedas nuevas. ¿A qué tiene miedo? Es irracional. Es la misma sensación con la que se enfrentó recientemente a un cásting en Madrid: a nadie le gusta que le examinen.
Llega a la inspección con vestido. Parece el code dress de todas las mujeres que conducen. A partir de ahí, fiesta de la descoordinación. Frene. Acelera. Arranque, no embraga. Avance y frena. Abra el capó, y cae en la cuenta de que no lo ha abierto en su vida. Ponga los antiniebla y no los encuentra. Y así. Lo inconcebible no es que pase la ITV es que salga de ella conduciendo.