IX. 1822: El hombre sabio.

Publicado el 03 enero 2018 por Flybird @Juancorbibar

TRES AÑOS ANTES DE LA INDEPENDENCIA DE BRASIL, José Bonifácio de Andrada e Silva pidió autorización al rey don Juan VI para volver a Santos, ciudad en que nació, en el litoral paulista. Después de vivir 36 años en Europa, se sentía viejo y cansado. Quería morir en paz al lado de sus familiares. Como era funcionario graduado de la corona portuguesa, dependía de aprobación para continuar recibiendo sus honorarios en Brasil. Las peticiones, insistentes, se repetían hacía más de una década, pero siempre eran denegadas. "Estoy enfermo, afligido y cansado", se quejaba a don Rodrigo de Sousa Coutinho, futuro conde de Linhares, ya el 26 de mayo de 1806. ""Después de que termine mi tiempo en Coimbra, voy a ponerme a los pies de Su Alteza Real (el príncipe regente don Juan) para que me deje ir a acabar el resto de mis cansados días en los campos de Brasil cultivando lo que es mío". En 1819, la autorización fue finalmente concedida.

Al regresar a Brasil tenía 56 años, edad relativamente avanzada para la época. Hasta allí, tuvo una vida memorable. Había partido para Europa en 1783, con apenas veinte años. En la Universidad de Coimbra estudió derecho, filosofía y matemáticas. Alumno brillante, ganó una beca para estudiar química y mineralogía en otros países europeos. Estuvo en Alemania, Bélgica, Italia, Austria, Hungría, Suecia y Dinamarca. En París, primera escala de su viaje, fue testigo en 1790 y 1791 del furor de la Revolución Francesa. Algunos años más tarde estaría en las trincheras de Portugal, luchando contra las tropas invasoras del emperador Napoleón Bonaparte, mientras la corte de don Juan huía a Brasil. Por eso, en 1819, el hombre que habría de pasar a la posteridad como "el patriarca de la independencia" ya creía haber cumplido su destino. Sólo quería que le dejasen pasar el resto de su vida como un modesto agricultor en Santos.

Lo que José Bonifacio no imaginaba era que su gran papel en la historia todavía estaba por acontecer. A él le cabría ser el principal consejero del príncipe regente y futuro emperador don Pedro I en un momento crucial para la construcción de Brasil. Bonifacio estuvo al frente del gobierno de don Pedro durante unos escasos dieciocho meses, de enero de 1822 a julio de 1823, pero ningún otro hombre público brasileño hizo tanto en tan poco tiempo. Sin él, Brasil hoy probablemente no existiría. En la Independencia, Bonifacio era "un hombre que tiene un proyecto de nación", en definición del historiador y periodista Jorge Caldeira. Creía que la única manera de impedir la fragmentación del territorio brasileño tras la separación de Portugal sería equipararlo con un "centro de fuerza y unidad" bajo un régimen de monarquía constitucional y el liderato del emperador Pedro I. Fue esa la fórmula de Brasil que triunfó en 1822.

Hasta aquel momento faltaba un eslabón que uniese los diversos grupos de interés en la sociedad brasileña, compuesta de comerciantes, traficantes de esclavos, hacendados, empresarios, extractores de oro y diamantes, clérigos, magistrados, abogados, profesores y funcionarios públicos. Antes de su llegada al gobierno, el príncipe oscilaba entre la presión de las tropas portuguesas en Rio de Janeiro, portavoces de las cortes de Lisboa, y los grupos más radicales de la masonería, que veían en él un mero instrumento para de hecho llegar a la república. Otro foco de influencia eran los amigos bohemios y oportunistas a los que se ligó en su juventud, como es el caso del barbero Plácido de Abreu y del alcahuete Francisco Gomes da Silva, el Chalaza. Le correspondió al Patriarca la tarea de apartarlo, aunque temporalmente, de esas influencias nocivas y realizar la soldadura entre los diferentes materiales ideológicos en vísperas de la Independencia. "El lazo entre tales intereses y el príncipe fue obra de José Bonifacio", escribió Raymundo Faoro en su obra clásica Los dueños del poder.

Nacido en 1763, Bonifacio era cuatro años mayor que el rey de Portugal, don Juan VI, y tenía edad para ser padre de don Pedro. Cuando el príncipe nació, en 1798, ya era uno de los científicos más respetados y admirados de Europa. Entre otras realizaciones, publicó tratados para mejorar la pesca de la ballena, la plantación de bosques y la recuperación de minas agotadas en Portugal. Como mineralogista, su especialidad, describiría doce nuevos tipos de minerales. Uno de ellos, la petalita, sería usada en 2008 para hacer los hornos microondas más eficientes y económicos. En homenaje al brasileño, en 1868 el científico norteamericano James Dwight Dana bautizaría el descubrimiento de una roca con el nombre de andradita.

A pesar de la diferencia en el saber, en la experiencia y en la edad, Bonifacio y don Pedro se complementaban en la forma inquieta de vivir. El Patriarca pasó a la historia como un hombre sesudo y austero. Es una imagen equivocada. Bohemio y de vaso lleno, solía terminar las madrugadas bailando lundu - ritmo musical típico del Brasil colonial - encima de una mesa. Recogía su cabello en una cola de caballo en la nuca. En las ceremonias y ocasiones importantes escondía la coleta bajo el cuello de la chaqueta. Era poeta y buen narrador de historias. Como don Pedro, amaba a las mujeres y tuvo innumerables amantes que le dieron dos hijas bastardas. Manejaba bien la espada y se rumoreaba que había matado a cuatro hombres en duelo. Al encontrarlo en Rio de Janeiro, la viajera inglesa Maria Graham quedó inmediatamente seducida. "Era un hombre pequeño, de rostro delgado y pálido; [...] sus formas y su conversación impresionaban pronto al interlocutor", anotó en su diario. "Lo encontré rodeado de chicos y niños, algunos de los cuales él ponía en sus rodillas y acariciaba; se veía fácilmente que era muy popular entre la gente menuda".

Reacción semejante tuvo el barón Guilherme Luís von Eschwege, mineralogista alemán, al conocerlo años antes en las minas de Figueiró dos Vinhos, en Portugal. "Bajo y delgado, con un rostro pequeño y redondo, en el que se destacaba la nariz curva y con algo de aristocrático, ojos negros, menudos, pero muy brillantes, cabello negro, fino y liso, recogido en una trenza escondida en el cuello de la chaqueta", registró. En el tercer botón de la chaqueta marrón, "bastante raída", exhibía la condecoración de la Orden de Cristo, que recibió por relevantes servicios prestados a Portugal. En el bolsillo derecho, una especie de corneta con cinta roja, emblema de la magistratura. En la cabeza, un sombrero redondo con el distintivo de los colores portugueses. La casa en que vivía era simple y rústica, equipada con una modesta mesa de pino, bancos de piedra y sillas con asiento y respaldo de paja. La cocinera, "bigotuda y sin dientes", según Eschwege, usaba zuecos sin calcetines. Bonifacio le pareció vanidoso y arrogante. Cuando alguien le elogiaba alguna obra en el departamento que dirigía, respondía sin titubear: "Fui yo quien lo hizo". Si el tono era de crítica, sin embargo, replicaba: "Es obra del burro e imbécil gestor que no cumplió mis órdenes".

Ese estilo imperturbable de vivir fascinó de inmediato al joven don Pedro cuando lo encontró a comienzos de 1822. "No tengo que recomendarle actividad por conocer que en ella me es igual", escribió el príncipe al ministro, en una carta despachada desde São João del-Rei el 3 de abril de 1822. Finalizaba diciendo: "Dios le dé años bastantes de vida para que de común acuerdo conmigo acabemos la gran obra comenzada y que con su cooperación espero acabar". La gran obra era, obviamente, la Independencia de Brasil - y en ella don Pedro elegía a Bonifacio como su más próximo colaborador.

En Rio de Janeiro, el príncipe lo visitaba diariamente, sin solicitar audiencia. Cuando tenía algún asunto para discutir, montaba su caballo y se dirigía a casa del ministro, situada en el centro de la ciudad. Ni siquiera se tomaba la molestia de avisar que estaba llegando. El diplomático francés Jean-Baptiste Maler cuenta que pasaba por la puerta de la casa de Bonifacio cuando oyó a alguien preguntar si la persona que acababa de entrar era don Pedro. "Sí, es el príncipe, ayudante de órdenes de José Bonifacio", fue la respuesta que Maler oyó, en tono irónico.

En São Paulo, los Andrada formaban la élite de una provincia orgullosa que, a pesar del aislamiento, acompañaba con interés las grandes transformaciones en Europa y Estados Unidos. Responsables de las colonizaciones y expediciones que en los siglos anteriores habían civilizado los campos y expandido las fronteras de Brasil, los paulistas de comienzos del siglo XIX estaban lejos de ser todos catetos o pueblerinos. Al viajar por la región en vísperas de la Independencia, el botánico francés Auguste de Saint-Hilaire los definió como "hombres altivos, intrépidos, habituados a una vida áspera de luchas, fatigas y privaciones".

El Patriarca era el segundo hijo de Bonifacio José Ribeiro de Andrada y Maria Bárbara da Silva, próspera familia de comerciantes que en el siglo XVIII se había enriquecido con el trueque de oro por esclavos, herramientas y otras mercancías. Su abuelo, el comerciante portugués coronel José Ribeiro de Andrada, había llegado a Brasil en la gran oleada migratoria desencadenada por el descubrimiento de minerales y piedras preciosas en Minas Gerais. La riqueza acumulada en ese periodo había permitido a la familia enviar a cuatro de sus diez hijos a estudiar a Coimbra, el centro formador de la élite colonial brasileña. De ellos, además de José Bonifacio, otros dos tendrían un papel de importancia en la Independencia de Brasil. El abogado Antônio Carlos, recién salido de prisión por implicación en la revolución pernambucana de 1817, sería diputado en las cortes de Lisboa y en la Asamblea Constituyente de 1822 y ministro en el Segundo Reinado. El mineralogista Martim Francisco ocuparía el cargo de ministro de Hacienda en el primer gobierno de don Pedro, encabezado por su hermano mayor José Bonifacio. Juntos, los tres saldrían para el exilio en Europa después de la disolución de la Constituyente, en 1823. Y de allá sólo Bonifacio volvería seis años después para asumir, en 1831, la función de tutor de los hijos de don Pedro I.

Los Andrada eran "insolentes y orgullosos", según el historiador Octávio Tarquínio de Sousa. A comienzos del siglo XIX, se enfrentaron varias veces al gobernador de São Paulo, Antônio José da Franca e Horta, un hombre autoritario nombrado por la corona portuguesa que se jactaba de no depender o merecer la atención de la "liga del pueblo". En uno de los enfrentamientos, hicieron una queja formal al príncipe regente don Juan. En el documento, firmado por toda la familia y encabezado por la madre, Maria Bárbara, los Andrada recordaban que São Paulo era "una capitanía [...] a la que Portugal debe el descubrimiento y colonización de casi todo el interior de Brasil". Años más tarde, en una de las sesiones de las cortes de Lisboa, Antônio Carlos gritó al percibir que los demás diputados no prestaban atención a su discurso: "¡Silencio!¡Aquí desde esta tribuna hasta los reyes han de oírme!".

En el Brasil de 1822, José Bonifacio desempeñó un papel equivalente al de Thomas Jefferson en la Independencia de los Estados Unidos. Con tres diferencias, todas a favor del brasileño. Jefferson, que también vivó en París en la época de la Revolución Francesa, se dejó seducir por el ardor revolucionario y, durante algún tiempo, creyó sinceramente que el régimen de terror y los miles de ejecuciones en la guillotina eran aceptables en nombre del avance de las nuevas ideas políticas. "El árbol de la libertad necesita ser regado de vez en cuando con la sangre de patriotas y tiranos", afirmó al justificar los excesos de los revolucionarios franceses. "Es su forma natural de crecer". Bonifacio, al contrario, tuvo miedo y aprendió mucho con lo que vio en las calles de París. Se dio cuenta de que la energía de las masas, sin control y no canalizada en instituciones como el parlamento, podía ser tan nociva como la tiranía de un soberano absoluto, o incluso más. Por eso, se esforzó para impedir que el proceso de independencia escapase del control de las instituciones monárquicas y desaguase en república, régimen para el cual creía que Brasil aún no estaba preparado en virtud de la enorme proporción de esclavos, analfabetos y miserables que componían la sociedad brasileña. La segunda diferencia es que Jefferson no tenía ningún sentido del humor. Era un hacendado aburrido y aferrado al protocolo. Bonifacio, al contrario, era afable, divertido y adoraba contar chistes.

La tercera y principal diferencia estaba relacionada con la esclavitud. El año en que escribió la declaración de independencia norteamericana - por la cual "todos los hombres nacen iguales" y con derechos que incluían la libertad -, Jefferson era dueño de 150 esclavos y tenía entre sus principales actividades el tráfico negrero. Como buen representante de la aristocracia rural del estado de Virginia, se batió hasta el final de su vida contra cualquier propuesta de abolición del esclavismo. A su entender, por tanto, todos los hombres nacían libres y con derechos, siempre que fuesen blancos. Bonifacio, al contrario, nunca tuvo esclavos y era un abolicionista convencido. "Es tiempo pues, y más que tiempo, de que acabemos con un tráfico tan bárbaro y carnicero", afirmó respecto de la compra y venta de cautivos africanos. "Es tiempo también de que vayamos acabando gradualmente hasta con los últimos vestigios de esclavitud entre nosotros, para que vengamos a formar en pocas generaciones una nación homogénea, sin la que nunca seremos verdaderamente libres, responsables y felices".

Curiosamente, a pesar de la diferencia de opiniones sobre la esclavitud, los dos estadistas tenían un apetito sexual que excedía las fronteras raciales. Jefferson tuvo innumerables hijos con una de sus esclavas, Sally Hemings. Nunca los reconoció. La paternidad sólo fue comprobada en 1998 en pruebas genéticas a los descendientes de Sally, trabajo que hasta hoy el linaje blanco de la familia Jefferson intenta desacreditar. Bonifacio también tuvo amantes negras y mulatas, aunque sólo existan noticias de dos hijas ilegítimas con mujeres blancas - una nacida en París y otra en Portugal. Su visión respecto de la diversidad racial brasileña era generosa y optimista. "Nosotros no conocemos diferencias ni distinciones en la familia", anotó. Creía que el mestizaje racial brasileño era una virtud de la que el país podría beneficiarse en el futuro. "El mulato debe ser la raza más activa y emprendedora, pues reúne la vivacidad impetuosa y la robustez del negro con la movilidad y la sensibilidad del europeo", escribió, anticipando parte de las ideas que en el siglo XX darían fama al sociólogo pernambucano Gilberto Freyre, autor de Casa-grande et senzala.

En un país de analfabetos, rural y atrasado, José Bonifacio era más viajado, cosmopolita y bien preparado que cualquier estadista o intelectual portugués o brasileño de su tiempo. Era un hombre avanzado en las ideas y en los planes para Brasil. "Él estaba frente a todos, era un vanguardista de su época, en medio de aquellos fantasmas y fósiles que lo circundaban", observó el historiador José Honorio Rodrigues. En 1819, al obtener la autorización del rey para volver a Santos con su mujer, la irlandesa Narcisa Emilia O'Leary, y tres hijas - de las cuales una ilegítima -, traía una biblioteca particular con 6 mil volúmenes y una gran colección de minerales. Después de pasar 36 años en Europa, quedó impactado al observar que la ignorancia y la explotación de mano de obra esclava resistían entre sus aristócratas con el mismo vigor de la época en que partió. "En Brasil hay un lujo grosero a la par que infinitas privaciones de cosas necesarias", registró al llegar.

Un resumen de las ideas de Bonifacio puede ser observado en las instrucciones que escribió para la bancada paulista en las cortes de Lisboa, en 1821. Las "Memorias y Apuntes del Gobierno Provisional para los Señores Diputados de la Provincia de São Paulo", título del documento, son un conjunto notable de propuestas innovadoras, que todavía hoy tendrían sentido en Brasil. Además de la preocupación por la unidad brasileña, Bonifacio defendía la catequización de los "indios bravos", la transformación de los esclavos en "ciudadanos activos y virtuosos" y una reforma agraria que sustituyese el latifundio improductivo por la pequeña propiedad familiar. El plan incluía educación básica gratuita para todos y la creación de "por lo menos una universidad" para la enseñanza superior de medicina, filosofía, derecho y economía. Más sorprendente todavía era la propuesta de transferir la capital, de Rio de Janeiro a una ciudad a ser creada en las cabeceras del río São Francisco, en la región próxima a la sierra de Canastra, en el centro-oeste de Minas Gerais, con el objetivo de promover y facilitar la integración nacional - proyecto que sería ejecutado en otra región del centro-oeste brasileño un siglo y medio después por Juscelino Kubitschek, responsable de la construcción de Brasilia.

La cuestión fundamental, no obstante, era la esclavitud. Y, como se verá en los capítulos siguientes, ella habría de sellar el destino de Bonifacio al frente del gobierno de don Pedro porque agitaba el pedestal sobre el que se asentaban todas las relaciones sociales de Brasil hasta entonces. Hacía trescientos años que el tráfico de esclavos funcionaba como motor de la economía colonial, abasteciendo de mano de obra barata para los trabajos de caña de azúcar, algodón y tabaco, las minas de oro y diamantes y otras actividades. José Bonifacio, sin embargo, creía que Brasil estaba condenado a continuar en el atraso mientras no resolviese de forma satisfactoria la herencia esclavista. No bastaba liberar a los esclavos. Era preciso incorporarlos a la sociedad como ciudadanos de pleno derecho. El régimen de esclavitud, decía él, corrompía todo e impedía que la sociedad evolucionase. El resultado era la degradación de las costumbres públicas y privadas, el lujo y la corrupción en lugar de la civilización y la industria, el atraso en la agricultura, el desperdicio de dinero en la compra de negros para sustituir a los que morían o caían enfermos.

"¿Cómo podrá haber una constitución liberal y duradera en un país continuamente habitado por una multitud inmensa de esclavos brutos y enemigos?", preguntaba en el proyecto que presentó en la Constituyente de 1823. "Dirán tal vez que [...] la libertad de los esclavos será atacar la propiedad. No os engañéis, señores, la propiedad fue aprobada para el bien de todos. [...] Si la ley defiende la propiedad, mucho más debe defender la libertad personal de los hombres, que no pueden ser propiedad de nadie". Al incluir esas ideas en el documento, Bonifacio introducía un concepto totalmente nuevo en las leyes brasileñas, el de justicia social, que se convertiría en paradigma de los debates nacionales a partir del siglo XX. La ley no debía existir sólo para preservar el orden reinante, proteger la propiedad, regular las relaciones sociales y garantizar los privilegios establecidos. Tenía otra función, transformadora, que era servir de instrumento en una distribución más justa de derechos y oportunidades de manera que compensara el desequilibrio de fuerzas entre los grupos más fuertes y menos favorecidos de la sociedad. "Los negros son hombres como nosotros", afirmaba.

La oportunidad de poner todas esas ideas en práctica surgió a finales de 1821, cuando llegó a Santos la noticia sobre los decretos de las cortes que dividían Brasil y ordenaban el embarque de don Pedro para Portugal. Enfermo, atacado por una erisipela, Bonifacio fue buscado una noche lluviosa en su casa del barrio de Santana por Pedro Dias de Macedo Paes Leme, emisario de Rio de Janeiro, que le relató el clima de revuelta contra los portugueses en la capital. El día 24 de diciembre, la Junta Provisional de la Provincia de São Paulo lanzó un manifiesto dirigido a don Pedro. El tono del documento, redactado por Bonifacio, vicepresidente de la Junta, era furioso. Alertaba del "río de sangre que seguro va a correr por Brasil", en caso de que el príncipe se plegase a las exigencias de la corte y volviese a Portugal:

Su alteza Real [...] además de perder para el mundo la dignidad de hombre y de príncipe, volviéndose esclavo de un pequeño número de desorganizadores, tendrá también que responder ante el cielo del río de sangre que seguro va a correr por Brasil con su ausencia, pues sus pueblos, cuales tigres rabiosos, con certeza despertarán del sueño amodorrado en que el viejo despotismo los había sepultado, en que la astucia de un nuevo maquiavelismo constitucional los pretende ahora conservar. Nosotros le rogamos [...] que confíe valientemente en el amor y fidelidad de sus brasileños, mayormente de sus paulistas, que están todos preparados para verter la última gota de su sangre, para sacrificar todas sus pertenencias para no perder a un príncipe idolatrado, en quien tienen puestas todas las esperanzas bien fundadas de su felicidad y de su honor nacional.

José Bonifacio llegó a Rio de Janeiro acompañado de los diputados de São Paulo el día 18 de enero de 1822, una semana después del Día de la Permanencia ya nombrado ministro en ausencia. Angustiada por los acontecimientos de la semana anterior, la princesa Leopoldina fue a encontrarlo a caballo a medio camino entre la Hacienda de Santa Cruz y el puerto de Sepetiba, donde la comitiva desembarcó. Ella sabía que el impulsivo, aunque inexperto, marido necesitaba apoyo y orientación en aquel momento difícil. Al presentar a Bonifacio sus hijos pequeños dijo: "Estos dos brasileños son vuestros patricios y yo pido que tengáis por ellos un amor paternal".

El historiador Octávio Tarquínio de Sousa cuenta que don Pedro estaba tan ansioso como Leopoldina por encontrarse con los paulistas. Por eso, los recibió entre las nueve y las diez de la noche, sin que tuvieran tiempo de cambiarse las ropas con las que viajaban. Todos fueron introducidos en palacio por una puerta privada, y allí mismo el príncipe comunicó el nombramiento de Bonifacio. Recibió un sonoro "no" por respuesta. El paulista hizo saber que se disponía a ayudar al príncipe en todo lo que necesitase, menos como ministro. Después de algunos instantes en punto muerto, dio marcha atrás y anunció que aceptaría mediando algunas condiciones. Don Pedro preguntó cuáles eran. Bonifacio pidió una conversación a solas, "de hombre a hombre". Nunca se supo el contenido del diálogo que siguió entre los dos, pero Bonifacio salió de allí ministro, como quería don Pedro.

¿Cuál había sido la condición por él impuesta al príncipe para aceptar el cargo? Tarquínio cree que sería la promesa formal de don Pedro de que no saldría de Brasil en hipótesis alguna. Era esa la base fundamental del proyecto de gobierno de Bonifacio: la Independencia con Brasil unido en torno al príncipe heredero de Portugal. "Aceptaba el puesto de ministro, en pleno proceso revolucionario, para canalizar la solución que le parecía más conveniente: la independencia con la monarquía constitucional, las libertades individuales garantizadas por una autoridad estable y desinteresada", analizó Tarquínio. En realidad, quería más que eso: una profunda reforma en la estructura social y económica del país, con la extinción del tráfico negrero y la gradual abolición de la esclavitud, la reforma agraria y educación para todos. Sólo la primera parte funcionó, pero bastó para transformarlo en el Patriarca, el personaje más importante de la Independencia de Brasil al lado del propio don Pedro.

Preso y deportado a Francia después de la disolución de la primera Constituyente brasileña, en noviembre de 1823, José Bonifacio se convertiría en áspero crítico de don Pedro. En el exilio brotaría también uno más de sus muchos y sorprendentes talentos, la poesía. Sus composiciones, publicadas más tarde en el libro El poeta desterrado bajo el seudónimo de Américo Elísio, muestran una obra de calidad bastante razonable, por encima de la media de los brasileños de la época, y muy superior a don Pedro, un poeta mediocre. La viajera inglesa Maria Graham quedó encantada al recibir de Bonifacio uno de esos poemas, que ella definió como "brillante como el sol bajo el que fue escrito, y tan puro como su luz". Titulado "La creación de la mujer", es una oda a Eva, compañera de Adán en el Jardín del Edén, y termina con los siguientes versos:

Al verla el hombre / ¡se maravilla, se estremece!

Quiere abrazarla, / ¡corre, enloquece!

Ella responde / soy tu esposa:

Deja la tristeza, / ámame, y goza

Bonifacio volvió del exilio seis años más tarde para reencontrar a un don Pedro madurado por los difíciles embates políticos a que se enfrentó desde su partida. En una decisión sorprendente, el emperador olvidaría las penas del pasado al nombrarlo responsable de la educación de sus hijos - entre ellos el futuro don Pedro II - antes de abdicar al trono brasileño y también partir para Europa, en 1831. El texto del decreto comprueba el respeto que había entre los dos principales artífices de la Independencia brasileña: "Nombro tutor de mis amados hijos al muy probo, honrado y patriótico ciudadano, mi auténtico amigo José Bonifacio de Andrada e Silva", escribió don Pedro.

El nuevo puesto, no obstante, recolocó al antiguo ministro en la diana de sus adversarios políticos. Apartado de la tutoría de don Pedro II en 1833, fue preso por "conspiración y perturbación del orden público". Lo acusaban de liderar un complot para traer a don Pedro I de vuelta a Brasil. Al anunciar la dimisión de Bonifacio, Aureliano de Souza e Oliveira Coutinho, uno de los ministros responsables de la decisión, escribió a doña Mariana de Verna, camarera mayor de palacio y aliada suya: "Felicidades, mi señora, costó, pero dimos con el coloso en tierra". Juzgado en rebeldía y absuelto después de dos años, Bonifacio murió a las tres de la tarde del 6 de abril de 1838, en Niterói, cerca de la isla de Paquetá, en la bahía de Guanabara, donde se recogió en exilio voluntario y decepcionado con los rumbos de la política brasileña. Sus restos mortales están hoy depositados en el Panteón de los Andradas, monumento erguido en memoria a la familia del Patriarca en la ciudad de Santos.

Laurentino Gomes