El esquema de la novela es sencillo: un protagonista común sin habilidades especiales va madurando
según se aleja de su vida cotidiana y tiene aventuras. Es como uno de esos cuentos tradicionales acerca del paso a la madurez, un Ulises de 50 centímetros. El típico viaje de aventuras en el que el protagonista se descubre a sí mismo al tiempo que descubre el mundo, es un clásico. Lo característico del fantástico es la construcción de un universo, y aquí está la clave del éxito, en la elaboración de una colección de personajes, territorios y cosmovisiones con una lógica interna. Y Tolkien lo consigue.
Las aventuras se suceden: los trolls, los trasgos, Gollum –un personaje que, como sabemos, dará mucho de sí-; los wargo –lobos endemoniados-; las águilas; Beorn, el hombre oso –prototipo del self made man tan arraigado en la cultura anglosajona-; Bardo, de la Ciudad del Lago –que representa la primacía de los dones naturales y el esfuerzo personal sobre la jerarquía institucional-. Y luego el lugar maldito, prohibido, oscuro, que supone la prueba para esa madurez; que en este caso es el Bosque Negro. Allí es donde Bilbo tiene que poner en práctica ese salto cualitativo que se ha producido en su espíritu.
El final es característico de Tolkien: ¿Qué ha pasado en casa mientras el mundo se debatía entre el bien y el mal en un lugar remoto? Eso se descubre en la vuelta al hogar, por eso se titula “Historia de una ida y una vuelta”. Nos encontramos con la exposición cruda de la mezquindad humana. Cuando Bilbo llegó a Bolsón Cerrado, Hobbiton, sus primos estaban subastando sus enseres porque le creían muerto. Aquella casa a la que había soñado regresar ya no existía, lo que no deja de ser una metáfora: aquel Bilbo, el anterior al viaje, ya no estaba. Recuperó los enseres después de años, incluso algunas cosas las tuvo que comprar. Bilbo rompió la relación con sus ambiciosos primos. Todos los hobbits cercanos le consideraron un “raro”, excepto los sobrinos Tuk, esa rama de la familia que era aventurera.