Desde el verano de 2003 su presencia pública jamás había sido tan manifiesta. No solamente ha firmado usted numerosas obras, sino también recorrido el mundo para participar en numerosos coloquios internacionales organizados en torno a su trabajo –de Londres a Coimbra pasando por Paris y, en estos días, Río de Janeiro. Se le ha consagrado igualmente una segunda película (Derrida, por Amy Kofman y Kirby Dick, tras el muy hermoso D’ailleurs Derrida, de Safaa Fathy en 2000) así como numerosos números especiales, entre los que se destacan el de Magazine littéraire y el de la revista Europa, como también un volumen de Cahiers de l’Herne particularmente rico en inéditos, cuya aparición se espera para el otoño. Todo esto es mucho para un solo año y sin embargo, usted no lo oculta, usted está...
Jacques Derrida: ...Dígalo, muy gravemente enfermo, es verdad, y bajo la prueba de un tratamiento temible. Pero dejemos eso, si usted lo aprueba, pues no estamos aquí para realizar un parte medico, ya sea público o secreto...
Dejémoslo entonces. Continuando esta entrevista detengámonos más bien sobre Spectres de Marx (Galilée, 1993). Obra crucial, libro-etapa, en su totalidad consagrado a la cuestión de una justicia por venir, y que se abre con un exordio enigmático: “Alguien, usted o yo, se adelanta y dice: «quisiera aprender por fin [enfin] a vivir»” . Más de diez años después, ¿en qué lugar se encuentra usted hoy respecto a este deseo de “saber vivir”?
Jacques Derrida: Aún se trata sobre todo de la cuestión de una “nueva internacional”, subtítulo y motivo central del libro, Más allá del “cosmopolitismo” y más allá del “ciudadano del mundo”, así como de un nuevo Estado-nación mundial. Este libro anticipa todas las urgencias “altermundialistas” en las que yo creo y que aparecen mejor en la actualidad. Con eso que yo llamaba una “nueva internacional” se nos imponía, dije en 1993, un gran número de mutaciones en el derecho internacional y en las organizaciones que regulan el orden del mundo (FMI, OMC; G8, etc., y sobre todo en la ONU, donde como mínimo habría que cambiar la Carta, la composición y de entrada el lugar de su residencia -lo más lejos posible de New York...).
En cuanto a la fórmula que usted citaba (“aprender a por fin vivir”), me vino una vez el libro estuvo terminado. Juega desde el principio, pero con seriedad, con su sentido común. Aprender a vivir es madurar, educar también. Apostrofar a alguien para decirle “voy a enseñarte a vivir”, esto significa en ocasiones, bajo el tono de la amenaza, voy a formarte, te voy a enderezar. Luego el equívoco de este juego es lo que me importa en un principio. Este suspiro se abre también a una interrogación aún más difícil: ¿vivir es algo que puede aprenderse, enseñarse? ¿Se puede aprender, por disciplina o aprendizaje, por experiencia o experimentación, a aceptar, o mejor, a afirmar la vida? A través de todo el libro resuena esta inquietud de la herencia y de la muerte. Ella atormenta igualmente a los padres y a sus hijos: ¿cuándo te volverás responsable? ¿Cómo responderás en por fin de tu vida y de tu nombre?
Entonces, bueno, para responder, yo, sin más rodeos, a su pregunta, no, nunca aprehendí a vivir [appris-à-vivre]. ¡Menos ahora, claro está! Aprender a vivir debería significar aprender [apprendre] a morir, a tomar [à prendre] en cuenta, para aceptarla, la mortalidad absoluta (sin salvación, ni resurrección, ni redención) –ni para uno mismo ni para el otro. Después de Platón esta es la vieja inyunción filosófica: filosofar es aprender a morir.
Yo creo en esa verdad sin rendirme. Cada vez menos. No aprendí a aceptar, la muerte. Todos nosotros somos sobrevivientes [survivants] en espera [en sursis] (y desde el punto de vista geopolítico de Espectros de Marx, la insistencia se dirige sobre todo, en un mundo más desigualitario que nunca, hacia los miles de millones de vivientes -humanos o no- a los que les son rehusados, no solamente los elementales “derechos del hombre”, que datan de dos siglos y que se enriquecen sin cesar, sino de entrada el derecho a una vida digna de ser vivida). Pero yo me permanezco ineducable respecto a la sabiduría de saber morir. Yo aún no he aprendido nada o adquirido nada a ese respecto. El tiempo de la prórroga [sursis] se acorta de manera acelerada. No solamente porque yo soy, junto a otros, heredero de tantas cosas, buenas o terribles: cada vez más a menudo, la mayor parte de los pensadores a los que me encontraba ligado están muertos, se me trata de sobreviviente: [survivant] el último representante de una generación, aquella, en sentido amplio, de los años 1960; algo que, sin ser rigurosamente cierto, no me inspira solamente objeciones sino sentimientos de rebeldía un poco melancólicos. Como, en aumento, ciertos problemas de salud se hacen presentes, la cuestión de la pervivencia [survie] o de la demora [sursis], que siempre me ha acosado [hanté], literalmente, a cada instante de mi vida, de manera concreta e infatigable, se colorea de otro modo hoy.
Siempre me interesé por esa temática de la pervivencia [survie], en la cual el sentido no se ajusta [s’ajoute pas] al vivir o al morir. Es originario: la vida es pervivencia [survie]. Sobrevivir en sentido corriente quiere decir continuar viviendo, pero también vivir tras la muerte. A propósito de la traducción, Walter Benjamín señalaba la distinción entre überleben por una parte, sobrevivir a la muerte, como un libro puede sobrevivir a la muerte del autor o un niño a la muerte de sus padres, y, por otra, fortleben, living on, continuar viviendo. Todos los conceptos que me han ayudado a trabajar, destacadamente aquel de la huella o lo espectral, estaban ligados a “sobrevivir” como dimensión estructural. Ella no deriva ni del vivir ni del morir. Tampoco de eso que yo llamo el “duelo originario”. Esta no espera a la muerte llamada “efectiva”.
Usted ha utilizado la palabra “generación”. Noción de uso delicado que aparece a menudo bajo su pluma: ¿cómo designar eso que, en su nombre, se transmite de una generación?
Jacques Derrida: Esa palabra, la utilizo ahí de manera un tanto laxa. Se puede ser el contemporáneo “anacrónico” de una “generación” pretérita o por venir. Ser fiel a aquellos a los que se asocia a mi “generación”, convertirse en el guardián de una herencia diferenciada pero común, eso quiere decir dos cosas: de entrada defender, eventualmente contra todo y contra todos, las exigencias compartidas, de Lacan a Althusser, pasando por Levinas, Foucault, Barthes, Deleuze, Blanchot, Lyotard, Sarah Kofman, etc.; sin nombrar a tantos pensadores, poetas, escritores, filósofos o psicoanalistas, felizmente vivos, de los que soy heredero también, y a otros sin duda del extranjero, más numerosos y quizás más próximos aún.
Designo así, por metonimia, un ethos de escritura y de pensamiento intransigente, incorruptible (Helène Cixous nos puso el sobrenombre de “los incorruptibles”), sin concesiones incluso respecto a la filosofía, y que no se deja atemorizar por aquello que la opinión pública, los medios de comunicación o el fantasma del lector intimidante, pudiera obligarnos a simplificar o a rechazar. De ahí el gusto riguroso por el refinamiento, la paradoja, la aporía.
Ante esta predilección queda también una exigencia que vincula no solamente a aquellos y aquellas que he evocado un poco arbitrariamente, es decir, injustamente, sino a todo el medio que los rodeaba y que los sostenía. Se trataba de una suerte de época provisionalmente cumplida, y no simplemente de esta o aquella persona. Hace falta salvar o hacer renacer todo eso, entonces, a cualquier precio. Y la responsabilidad hoy es urgente: exige una guerra inflexible a la doxa, a aquellos a los que se denomina a menudo como “Intelectuales mediáticos”, a ese discurso general formateado por los poderes mediáticos, ellos mismos en las manos de lobbies político-económicos, a menudo editoriales y académicos también. Siempre tanto europeos como mundiales, por supuesto. Resistencia no significa que se deba evitar los medios de comunicación. Hace falta, cuando ello es posible, desarrollarlos y ayudarlos a diversificarse, llamándolos a hacerse cargo de esa misma responsabilidad.
Al mismo tiempo no hay que olvidar que en aquella época “feliz” de poco tiempo atrás, nada era irenista, ciertamente. Las diferencias y los diferendos hacían estragos en ese medio que era todo menos homogéneo, como se ve en lo que se podría reagrupar, por ejemplo, bajo una denominación estupida del tipo “pensamiento del 68”, que, utilizada como consigna o acusación domina a menudo hoy en la prensa y en la universidad. Incluso si aquella fidelidad toma alguna vez la forma de la infidelidad y del distanciamiento, hace falta ser fiel a esas diferencias, es decir, continuar la discusión. Yo continúo la discusión con Bourdieu, Lacan, Deleuze, Foucault, por ejemplo, que continúan interesándome enormemente, mucho más que esos autores alrededor de los cuales se prensa la prensa de hoy (salvo excepciones, por supuesto). Yo mantengo ese debate vivo para que no se aplane ni se degrade en denigraciones.
Lo que he dicho de mi generación vale también para el pasado, de la Biblia a Platón, Kant, Marx, Freud, Heidegger, etc. No voy a renunciar a nada, ni puedo hacerlo. Usted sabe, aprender a vivir es siempre narcisista: se quiere vivir tanto como sea posible, salvarse, perseverar, y cultivar todas esas cosas que, infinitamente más grandes y potentes que uno mismo, forman parte sin embargo de ese pequeño “yo” que desbordan por todas partes. Pedirme que renuncie a aquello que me ha formado, a aquello que tanto he amado, no es sino pedirme que me muera. En aquella fidelidad antedicha hay una suerte de instinto de conservación. Renunciar, por ejemplo, a una dificultad en la formulación, a un pliegue, a una paradoja, a una contradicción suplementaria, porque no se la va a comprender, o más bien, porque algún periodista que no sabe leerla, que ni siquiera sabe leer el título de un libro, crea saber de antemano que el lector o el oyente tampoco la van a entender y que su audiencia [l’Audimat] o su gana-pan sufrirán por ello, es para mí una obscenidad inaceptable. Es como si se me pidiese que me inclinase servilmente o que me muriese de imbecilidad.
Usted ha inventado una forma, una escritura de la supervivencia [survivance], que conviene con esa impaciencia de la fidelidad. Escritura de la promesa heredada, de la huella salvaguardada y de la responsabilidad confiada.
Jacques Derrida: Si hubiera inventado mi escritura lo habría hecho como una revolución interminable. En cada situación hace falta crear un modo de exposición apropiado, inventar la ley del acontecimiento singular, tener en cuenta su destinatario supuesto o deseado; y al mismo tiempo pretender que esa escritura determinará al lector, el cual aprenderá a leer (a “vivir”) esto, que además, no estaba habituado a recibir. Se espera que renazca determinado de otro modo: por ejemplo, esos injertos sin confusión de lo poético sobre lo filosófico o ciertas maneras de usar los homónimos, de indecidibles, de estratagemas de la lengua –que muchos leen con confusión para ignorar su necesidad propiamente lógica.
Cada libro es una pedagogía destinada a formar su lector. Las producciones en masa que inundan la prensa y el mundo editorial no forman a los lectores, sino que presuponen de manera fantasmática un lector ya programado. De modo que termina configurando a ese destinatario mediocre que habían postulado de antemano. Por el contrario, al preocuparme de la fidelidad, como usted dice, en el momento de dejar una huella sólo puedo hacerla disponible para cualquiera: no puedo ni siquiera dirigirla de manera singular a nadie.
Cada vez, con todo lo fiel que se quiera ser, se está traicionando la singularidad del otro al que se interpela. A fortiori cuando se escriben libros de una gran generalidad: no se sabe a quien se habla, se inventan y se crean siluetas, pero que en el fondo, esto ya no nos pertenece. Orales o escritos todos esos gestos nos dejan, se ponen a actuar independientemente de nosotros. Como máquinas, o mejor como marionetas –me explico mejor en Papier Machine (Galilée, 2001). A partir del momento en que yo dejo (publicar) “mi” libro (nadie me obliga), devengo aparición-desaparición, como ese espectro ineducable que no habrá aprendido a vivir jamás. La huella que dejo significa mi muerte, por venir o ya advenida, y la esperanza de que me perviva [survive]. Esto no implica una ambición de inmortalidad, es estructural. Dejo aquí un fragmento de papel, me voy, muero: imposible salir de esta estructura, ella es la forma constante de mi vida. Cada vez que dejo partir algo veo mi muerte en la escritura. Experiencia extrema: uno se expropia sin saber a quien propiamente queda confiada la cosa que se deja. ¿Quién va a heredar, y cómo? ¿Habrá incluso herederos? Esta es una pregunta que hoy nos podemos plantear más que nunca. Una pregunta que me ocupa sin cesar.
El tiempo de nuestra tecno-cultura ha cambiado radicalmente con relación a esto. La gente de mi “generación”, y a fortiori los aún más viejos, estuvieron habituados a un cierto ritmo histórico: se creía saber que tal o cual obra podía o no sobrevivir, en función de sus cualidades, durante uno, dos o como Platón, veinticinco siglos. Pero hoy la aceleración de las modalidades de archivación junto al desgaste [l’usure] y la destrucción transforman la estructura y la temporalidad de la herencia. Para el pensamiento la cuestión de la pervivencia [survie] toma en adelante formas absolutamente imprevisibles.
A mi edad estoy preparado para las hipótesis más contradictorias con relación a este asunto: tengo simultáneamente, le ruego que me crea, un doble sentimiento que, de un lado, por decirlo sonriendo e inmodestamente, aún no se ha comenzado a leerme, ya que si acaso hay, ciertamente, un buen número de buenos lectores (algunas decenas en el mundo, quizás) en el fondo, será más tarde que todo eso tendrá una oportunidad de aparecer; pero también por otro lado, tengo la sensación de que quince días o un mes después de mi muerte ya no quedará nada. Excepto aquello que ha sido guardado mediante depósito legal en la biblioteca. Se lo juro, creo sincera y simultáneamente en esas dos hipótesis.
En el corazón de semejante esperanza late la lengua, principalmente la lengua francesa. Cuando a usted se le lee se siente en cada línea la intensidad de su pasión por ella. En Le Monolinguisme de l’autre (Galilée, 1996) usted llega incluso a presentarse, irónicamente, como el “último defensor e ilustrador de la lengua francesa”...
Jacques Derrida: Que no me pertenece, aunque sea la única que “yo tenga” a mi disposición (¡y aún así!). La experiencia de la lengua, por supuesto, es vital. Mortal, entonces, nada de original hay en eso. Las contingencias han hecho de mí un judío francés de Argelia de la generación nacida antes de la “guerra de independencia”: demasiadas singularidades, incluso entre los judíos y entre los judíos de Argelia. Yo participe en una extraordinaria transformación del judaísmo francés de Argelia: mis bisabuelos estaban aún muy próximos a los árabes, por la lengua, las costumbres, etc.
Tras el decreto Crémieux (1870), a finales del siglo XIX, la generación siguiente se aburguesó: y eso que se tuvieron que casar prácticamente de manera clandestina en la trastienda de una alcaldía de Argelia a causa de los pogroms (en pleno affaire Dreyfus), mi abuela educaba ya a sus hijas como burguesas parisinas (buenas maneras del distrito 16, lecciones de piano...). Después vino la generación de mis padres: pocos intelectuales, sobre todo comerciantes, modestos o no, en la que algunos explotaban ya una situación colonial al convertirse en los representantes exclusivos de las grandes marcas metropolitanas: con una pequeña oficina de 10 metros cuadrados y sin secretaria, era posible representar todo el “jabón de Marsella” en África del Norte –aunque simplifico un poco.
Después vino mi generación (una mayoría de intelectuales: profesiones liberales, enseñanza, medicina, derecho, etc.). Y casi toda esa gente recaló en Francia en 1962. Yo fui un poco anterior (1949). Y es conmigo, apenas exagero, que los matrimonios “mixtos” comenzaron, de manera cuasi-trágica, revolucionaria, rara y arriesgada. Y de la misma manera que amo la vida, y mi vida, amo lo que me ha constituido, cuyo elemento mismo es la lengua, aquella lengua francesa que es la única que se me permitió cultivar, la única de la que pueda decirme que me siento más o menos responsable.
He aquí el motivo de que en mi escritura exista una manera, no diría que perversa, pero si un poco violenta, de tratar esta lengua. Por amor. El amor en general pasa por el amor a la lengua, que no es ni nacionalista ni conservador, sino que exige pruebas. Y pone a prueba. No se puede hacer cualquier cosa con la lengua, ella nos preexiste y ella nos sobrevive. Si se quiere afectar a la lengua de algún modo es necesario hacerlo de manera refinada, respetando en la irrespetuosidad su ley secreta. Es eso, la fidelidad infiel: cuando violento la lengua francesa, lo hago en el refinado respeto de lo que considero una inyunción de esa lengua, en su vida, en su evolución. No leo sin sonreír, a veces con desprecio, a aquellos que creen violar, sin amor, justamente, la ortografía o la sintaxis “clásicas” de cierta lengua francesa, con pequeños aires de vírgenes con eyaculación precoz, cuando la gran lengua francesa, más intocable que nunca, les mira hacer esperando al siguiente. Describo esta escena ridícula de forma un poco cruel en La Carte Postale (Flammarion, 1980).
Dejar huellas en la historia de la lengua francesa, he ahí lo que me interesa. Vivo de esa pasión, si no por Francia al menos por algo que la lengua francesa ha incorporado desde hace siglos. Creo que si amo esa lengua como amo mi vida, y a veces mucho más de lo que la ama un francés de origen, es porque la amo como un extranjero que fue acogido y que se apropió esa lengua como la única posible para él. Pasión y sobrepujamiento.
Todos los franceses de Argelia comparten eso conmigo, judíos o no. Aquellos que venían de la metrópoli eran todos ellos extranjeros: opresores y normativos, normalizadores y moralizadores. Eran un modelo, un hábito o un habitus, al que hacía falta plegarse. ¡Cuándo un profesor venía de la metrópoli con su acento francés le encontrábamos ridículo! El sobrepujamiento viene de esto: de que no tengo más que una lengua y, al mismo tiempo, esa lengua no me pertenece. Una historia singular ha exacerbado en mí esta ley universal: una lengua, no pertenece a nadie. Ni naturalmente ni por esencia. De ahí los fantasmas de la propiedad, de la apropiación y de la imposición colonialista.
En general usted no lleva bien el hablar de “nosotros” –“nosotros los filósofos” o “nosotros los judíos”, por ejemplo. Pero a medida que se despliega el nuevo desorden mundial, usted parece cada vez menos reticente a decir “nosotros los europeos”. Ya en L’Autre Cap (Galilée, 1991), libro escrito en el momento de la primera guerra del Golfo, usted se presentó como “un viejo europeo”, como “una suerte de mestizo europeo”.
Jacques Derrida: Diré dos cosas: en efecto me cuesta decir “nosotros” pero a menudo lo digo. A pesar de todos los problemas que me torturan a ese respecto, comenzando por la política desastrosa y suicida de Israel -y de un cierto sionismo (Israel ya no representa, a mis ojos, el judaísmo, como tampoco la diáspora ni tampoco el sionismo mundial u originario, que fue múltiple y contradictorio; hay incluso fundamentalistas cristianos que se dicen sionistas auténticos en los EEUU. El poder de su lobby es mayor que el de la comunidad judía americana, sin hablar de la saudita en la conjunción de la política americano-israelí)- y bien, pese a todo esto y tantos otros inconvenientes que tengo con respecto a mi “judeidad”, no la negaré jamás.
Diré siempre, en ciertas situaciones “nosotros los judíos”. Este “nosotros” si bien atormentado está en el corazón de lo más inquietante que hay en mi pensamiento, aquello a lo que he denominado apenas sonriendo “lo último de los judíos”. Esto sería en mi pensamiento como lo que Aristóteles dice profundamente de la oración (eukhé): que no es verdadera ni falsa. Además es literalmente una oración. En ciertas situaciones, por lo tanto, no dudaré en decir “nosotros los judíos”, así como “nosotros los franceses”.
Luego, desde el comienzo de mi trabajo, y esto sería la “deconstrucción” misma, permanecí extremadamente crítico respecto al eurocentrismo, en la modernidad de sus formulaciones, entre Valery, Husserl o Heidegger, por ejemplo. La deconstrucción en general es una empresa que muchos consideran, justamente, como un gesto de desconfianza respecto a todo eurocentrismo. Cuando a menudo digo “nosotros los europeos”, es de manera coyuntural y muy diferente: todo aquello que puede ser deconstruido de la tradición europea no impide que, precisamente a causa de todo lo que ha pasado en Europa, a causa de la Ilustración, a causa del estrechamiento de este pequeño continente y de la enorme culpabilidad que transita desde entonces su cultura (totalitarismo, nazismo, genocidios, Shoah, colonización y descolonización, etc.), hoy, en la situación geopolítica que es la nuestra, Europa, una otra Europa, pero con la misma memoria, podría (es en todo caso mi deseo) reagruparse a la vez contra la política hegemónica de los Estados Unidos (con relación a Wolfowitz, Cheney, Rumsfeld, etc.) y contra un teocratismo árabo-islámico sin Ilustración y sin porvenir político (pero sin desdeñar las contradicciones y las heterogeneidades que entrañan esos dos conjuntos, sino aliándonos con los que resisten desde el interior de esos dos bloques).
Europa se encuentra bajo la inyunción de asumir una nueva responsabilidad. No hablo de la comunidad europea tal y como existe o se dibuja en su mayoría actualmente (neoliberal), virtualmente amenazada por tantas guerras internas, sino de una Europa por venir y que se busca. Tanto en la Europa (“geográfica”) como fuera de ella. Eso que nosotros denominamos algebraicamente como “Europa” tiene responsabilidades que tomar para el porvenir de la humanidad, para que funcione el derecho internacional –esa es mi fe, mi creencia. Y aquí no vacilaré en decir “nosotros los europeos”. No se trata de defender la construcción de una Europa que fuese otra superpotencia militar que protegiese su mercado y forjase contrapoderes entre los otros bloques, sino de una Europa que vendría a sembrar el grano de una nueva política altermundialista. Lo que para mí es la única solución posible.
Esa fuerza está en marcha. Incluso si sus objetivos son aún confusos pienso que nada la podrá detener. Cuando digo Europa es eso: una Europa altermundialista, que transforme el concepto y las prácticas de la soberanía y del derecho internacional. Y que disponga de una verdadera fuerza militar, independiente de la OTAN y de los EEUU, una potencia militar que, ni ofensiva ni defensiva, ni preventiva, interviniera sin tardanza al servicio de las resoluciones de una nueva ONU (por ejemplo, con toda urgencia, en Israel, pero también en otras partes). También es el lugar a partir del cual podemos pensar mejor ciertas figuras de la laicidad, por ejemplo, o de la justicia social, en tanto que herencias europeas.
Acabo de decir “laicidad”. Permítame hacer aquí un largo paréntesis. A tal laicidad no concierne el tema del velo en la escuela sino el del velo del “matrimonio”. He apoyado sin dudarlo con mi firma la iniciativa valiente y bienvenida de Noël Mamère, incluso si el matrimonio entre homosexuales constituye un ejemplo de aquella hermosa tradición que los americanos inauguraron en el siglo pasado con el nombre de “desobediencia civil”: no desafiar la ley, sino desobedecer a una disposición legislativa en nombre de una ley mejor –por venir o ya inscrita en el espíritu o en la letra de la Constitución. Pues bien, he “firmado” contra el contexto legislativo actual porque me parece injusto -para los derechos de los homosexuales-, hipócrita y equívoco, tanto en su espíritu como en su letra.
Si yo fuese legislador, propondría simplemente la desaparición de la palabra y del concepto de “matrimonio” de un código civil y laico. El matrimonio como valor religioso, sacro, heterosexual -bajo promesa de procreación, de fidelidad eterna, etc.- es una concesión del Estado laico a la Iglesia cristiana –en particular con relación a su monogamismo que no es ni judío (le fue impuesto a los judíos por los europeos del siglo pasado y no constituía una obligación hace algunas generaciones en el Magreb judío) ni, eso se sabe muy bien, musulmán. Suprimiendo la palabra y el concepto de “matrimonio”, aquel equívoco o aquella hipocresía religiosa y sacra, que no tiene lugar alguno en una constitución laica, sería sustituido por una “unión civil” contractual, una suerte de PACS [Pacte Civil de Solidarité] generalizado, mejorado, refinado, flexible y ajustado entre compañeros de sexo o número no impuesto.
Respecto a aquellos que quieran, en sentido estricto, ligarse por el “matrimonio” -para los que mi respeto permanece, además, intacto-, podrían hacerlo ante la autoridad religiosa de su elección –así ocurre por otro lado en algunos países que aceptan consagrar religiosamente los matrimonios entre homosexuales. Algunos podrían unirse bajo un modelo u otro, otros de ambos modos, y otros no unirse ni según la ley laica ni según la ley religiosa. Acabo aquí con el paréntesis conyugal. (Es una utopía pero señalo la fecha).
Eso que yo llamo “deconstrucción” incluso cuando se dirige contra alguna cosa de Europa es algo europeo, es un producto, una relación consigo misma de Europa como experiencia de la alteridad radical. Desde la época de la Ilustración Europa se ha autocriticado permanentemente y en esta herencia perfectible reside una oportunidad para el porvenir. Al menos así quisiera esperarlo y es lo que alimenta mi indignación frente a los discursos que condenan Europa definitivamente, como si ésta no fuese otra cosa más que el lugar de sus crímenes.
En cuanto a Europa ¿no está usted en guerra consigo mismo? De un lado usted ha remarcado que los atentados del 11 de septiembre arruinaron la vieja gramática geopolítica de las potencias soberanas, firmando así la crisis de un cierto concepto de política, que usted definía como propiamente europeo. Por otro lado usted se mantiene ligado a ese espíritu europeo y de entrada al ideal cosmopolita de un derecho internacional que sin embargo usted describe declinante. O la supervivencia...
Jacques Derrida: Hay que “superar” [“relever”] (Aufheben) el cosmopolitismo (véase: Cosmopolites de tous les pays, encoré un effort!, Galilée, 1997). Cuando decimos política nos servimos de una palabra griega, de un concepto europeo que siempre ha presupuesto el Estado, la forma polis ligada a un territorio nacional y a la autoctonía. Cualesquiera que fuesen las rupturas en el interior de esta historia, este concepto de lo político sigue siendo dominante en el mismo momento en el que muchas fuerzas tratan de dislocarlo: la soberanía de un Estado ya no está ligada a un territorio, las tecnologías de la comunicación y la estrategia militar tampoco, y estas dislocaciones ponen efectivamente en crisis el viejo concepto europeo de lo político. Y de la guerra y de la distinción entre civil y militar, y de terrorismo nacional o internacional.
Pero yo no creo que sea necesario encolerizarse contra la política, al igual que respecto a la soberanía, de la que pienso que puede hacer bien en determinadas situaciones, como por ejemplo, para luchar contra ciertas fuerzas mundiales del mercado. Aquí aún de lo que se trata es de una herencia europea que hay que conservar y transformar a la vez. Es lo mismo que digo en Voyous (Galilée, 2003), sobre la democracia como idea europea, que al mismo tiempo nunca ha existido de manera satisfactoria y que está por venir. Y en efecto usted siempre reencontrará ese gesto en mi mismo, del cual no tengo justificación última, excepto que soy yo, es ahí donde yo existo.
Estoy en guerra conmigo mismo, es verdad, usted no puede saber hasta que punto, más allá de lo que usted adivina, y digo cosas contradictorias, que estan, digamos, en tensión real, que me construyen, me hacen vivir, y me harán morir. Esta guerra, la veo aveces como una guerra terrible y penosa, pero al mismo tiempo sé que es la vida. Yo no encontraré la paz más que en el reposo eterno. Sin embargo no puedo decir que asuma tal contradicción, pero sé también que es eso lo que me mantiene con vida y me lleva a plantearme la cuestión, precisamente, que usted recordaba: “¿cómo aprender a vivir?”.
En dos libros recientes (Chaque fois unique, la fin du monde y Béliers, Galilée, 2003) ha recalado usted sobre el gran asunto de la salvación, del duelo imposible, de la pervivencia [survie] en definitiva. Si la filosofía puede ser definida como “la ansiosa anticipación de la muerte” (véase: Donner la mort, Galilée, 1999) ¿se puede vislumbrar la “deconstrucción” como una interminable ética del perviviente [survivant]?
Jacques Derrida: Como ya he recordado, desde el principio, y mucho antes de las experiencias de supervivencia [survivance] que son las mías del presente, he señalado que la pervivencia [survie] es un concepto original, que constituye la estructura misma de aquellos que llamamos existencia, el Da-sein, si usted quiere. Nosotros somos estructuralmente pervivientes [survivants], marcados por esta estructura de la huella, del testamento. Pero, habiendo dicho esto, no quisiera dejar paso a la interpretación según la cual la pervivencia [survivance] está más del lado de la muerte, del pasado, que de la vida y del porvenir. No, todo el tiempo la deconstrucción está del lado del si, de la afirmación de la vida.
Todo lo que vengo diciendo -desde Pas al menos (en: Parages, Galilée, 1986)- de la pervivencia [survie] como complicación [complication] de la oposición vida-muerte procede en mí de una afirmación incondicional de la vida. La pervivencia [survivance] es la vida más allá de la vida, la vida más que la vida, y el discurso que sostengo no es mortífero, al contrario, es la afirmación de un viviente [vivant] que prefiere el vivir, y por tanto el pervivir [survivre] a la muerte, porque la pervivencia [survie] no es simplemente lo que queda, sino la vida más intensa posible. Nunca estoy tan obsesionado [hanté] por la necesidad de morir como en los momentos de felicidad y de goce. Disfrutar y llorar la muerte que ronda, para mí es la misma cosa. Cuando me acuerdo de mi vida tengo la tendencia a pensar que he tenido la ocasión de amar incluso los momentos infelices de mi vida, y de bendecirlos. Casi todos excepto una excepción quizás. Cuando me acuerdo de los momentos felices, los bendigo también, por supuesto, al tiempo que me precipitan sobre el pensamiento de la muerte, hacia la muerte, porque ya pasó, finalizó...
Entrevista realizada por Jean Birnbaum.