Jamás el fuego nunca, de Diamela Eltit
Editorial Periférica. 212 páginas. 1ª edición de 2007; ésta es de 2021.
Creo que la primera vez que supe de Diamela Eltit (Santiago de Chile, 1949) fue leyendo el volumen de artículos de Roberto Bolaño Entre paréntesis, donde se habla de ella varias veces como de una de las escritoras más importantes de Chile. Sin embargo, Eltit se enfadó con Bolaño porque éste publicó una crónica sobre una invitación, en 1998, a cenar a su casa y tuvieron algún enfrentamiento por ello.
En octubre de 2016, el periódico El País publicó una lista en la que, tras preguntar a críticos, escritores y libreros se proponían los 25 mejores libros escritos en español en los últimos 25 años. En esta lista, Jamás el fuego nunca aparecía en el número 22. Cuando en diciembre de 2016, mi amigo el gran lector canario Samuel Rodríguez Navarro vino a Madrid e hicimos en mi ciudad «turismo de librerías», compré esta novela en la librería Iberoamericana del Barrio de las Letras. Como me suele ocurrir últimamente, la novela ha permanecido cinco años en mis estanterías de libros por leer hasta que ha encontrado su momento.
Jamás el fuego nunca, se puede leer en la contraportada, es un verso de César Vallejo. La narradora innominada de esta novela convive con un hombre al que conoció siendo adolescente en la clandestinidad política. «Ese momento inesperado, cuando en la reunión, aquella en la que te designaron secretario, mediante una votación demasiado ingenua pero que nos pareció solemne, conseguiste un lugar, un espacio, un reconocimiento que te llegaba días antes o después de haber cumplido dieciséis años. Militábamos juntos en la célula, la primera, esa extraordinariamente estudiantil a la que nos habíamos filiado.» (pág. 89).
El lector ha de suponer que Eltit habla en su libro de la experiencia política clandestina en contra de la dictadura de Augusto Pinochet, porque en ningún momento aparece este nombre, aunque si se nombra, en cambio, a Francisco Franco. Tampoco aparece ninguna fecha concreta. De hecho, la experiencia y la evocación de lo vivido parecen distorsionar la dilatación del tiempo en la percepción de la narradora, ya que usa expresiones como estas: «Ya han transcurrido, de cierta manera, cinco decenios (no, no, no, mil años). Cinco decenios que se han deslizado sin dar más que una cuenta ultra precaria del tiempo, del mío, nuestro tiempo. Entrampados en los últimos cinco decenios que nos hubieron de contener. Podría, lo sé, auscultar los decenios, de diez en diez, descomponer los años y sus énfasis, establecer un prolongado sitio a cada uno de los acontecimientos, llegar a consolidar una versión posible y, más aún, verídica.» (pág., 80)
No he acabado de estar seguro de si el tiempo narrativo de la novela era el de la dictadura de Pinochet o era ya el del siglo XXI. La pareja, un hombre y una mujer, viven en un piso minúsculo, tal vez en la pobreza o en la clandestinidad o las dos cosas a la vez. La mujer escribe en un cuaderno sobre su presente y le lanza a su pareja reproches sobre este presente o sobre el pasado. La mujer no habla de «pareja» sino de «célula», el hombre y ella constituyen una célula. Se hace uso así de un lenguaje político que, según una reseña que sobre este libro escribió Patricio Pron perteneció en Latinoamérica a la generación de sus padres y actualmente ya no sirve ni tan siquiera para que las personas que vivieron la lucha revolucionaria puedan hablar de su experiencia. Unas personas que soñaron con extender su lenguaje al resto de la sociedad y que han sobrevivido en medio de un fracaso personal e histórico. La célula inicial estaba formada por diez personas, y en la actualidad narrativa solo está formada por ellos dos. Algunos compañeros murieron asesinados, otro se suicidó, a alguno más se le perdió la pista. El juego narrativo en la novela con los significados del término «célula» es notable. Si bien, como ya he escrito, hace referencia a un lenguaje político que quedó arrumbado por el tiempo histórico, también es usado por la narradora para hacer presente el cuerpo orgánico de la pareja, como una entidad unida y degenerativa. La narradora insiste en la decadencia física del cuerpo: la artrosis, los dolores óseos en general, la pérdida de capacidad visual. Casi toda la novela transcurre en el espacio físico del pequeño cuarto del que casi no sale la pareja o célula.
Tengo la sensación de que una gran parte de la literatura de los últimos años escrita por mujeres tiene que ver de la relación de la persona con el cuerpo. Estoy pensando, por ejemplo, en la obra poética de la norteamericana Sharon Olds. De hecho, diría que, en gran medida, la estructura de Jamás el fuego nunca, se parece más a la de un poemario que a la de una novela. En un poemario, cada poema indaga en algún hecho significativo para la poeta, sin que exista una necesaria evolución del personaje. En Jamás el fuego nunca no existe una evolución de los personajes. La narradora lanza sus reproches sobre el fracaso de sus sueños políticos de revolución sobre su compañero, ella misma, la historia o la sociedad que la rodea, recreándose en algunos sucesos de su presente y en algunos recuerdos, pero, durante el tiempo narrativo, no se van a producir cambios significativos en los personajes. En contadas ocasiones la protagonista sale de su apartamento para ir a trabajar a una casa, donde cuida a una anciana. En un largo capítulo Eltit describe con detalle cómo tiene lugar la higiene de la anciana, haciendo hincapié en el dolor y el feísmo del cuerpo. Éste es un capítulo que Patricio Pron pondera de un modo negativo en su elegante, pero distanciada, reseña. Sin embargo, he leído también una reseña del crítico y escritor Vicente Luis Mora en la que dice que esta novela es «una expresión magistral del dolor colectivo.»
Creo que, a la hora de juzgar esta novela, me siento más de acuerdo con la tibieza de Patricio Pron, que con el entusiasmo de Vicente Luis Mora. Jamás el fuego nunca es una novela escrita con un lenguaje inteligente y áspero, con pocas concesiones hacia la belleza o lo meramente narrativo. La novela se recrea en la derrota de unas ideas y en la derrota de unos personajes, que no evolucionan hacia ninguna parte. En cierto modo, la obsesión reiterativa de la escritora sobre ciertos temas recurrente me ha hecho pensar en las propuestas del escritor austriaco Thomas Bernhard. Pero bajo la apariencia seria y desesperada de los narradores de Bernhard siempre subyace el humor y el absurdo kafkiano, cualidades que no están presentes en la propuesta de Diamela Eltit. Aún sabiendo ver los méritos literarios de la autora, me he sentido algo decepcionado con Jamás el fuego nunca y lo he disfrutado menos de lo que me esperaba. Sin embargo, no me importaría volver a probar con Diamela Eltit; quizás con su novela Fuerzas especiales, o con algún otro de los libros que le ha publicado en España la editorial Periférica.