El pasado 8 de mayo se cumplieron 150 del nacimiento del creador de Peter Pan, referente en la literatura infantil y espejo de los que no quieren crecer
Integrado en el refinado entorno de Kensington Gardens y arropado por el templete erigido a la memoria del príncipe Albert, reluce el bronce de la estatua de un pequeño capitán volador que toca la flauta para unos niños sentados a sus pies. Se trata por supuesto de Peter Pan, uno de los mitos más sólidos de la literatura infantil, encarnación de la aventura y la infancia eviternas y de la imaginación como vehículo de libertad.
Peter Pan nació en 1904 sobre un teatro londinense – “Peter Pan, el niño que no quería crecer” – , dos años antes que su alter ego literario – “Peter Pan en el parque de Kensington”- . El creador del mito hizo lo propio el nueve de mayo de 1860 en el número nueve de Brechin Road, céntrica calle de la pequeña localidad escocesa de Kirriemuir, al pie de las Highlands. James Matthew fue el segundo de los diez hijos que engendró el victoriano matrimonio formado por el tejedor anglicano Alexander Barrie y la severa presbiteriana Margaret Ogilvy.
Cuando James tenía seis años, su hermano mayor, David, murió en un accidente de patinaje poco antes de su decimocuarto cumpleaños. Su madre, que nunca superó aquella tragedia, ignoró desde entonces al que por fatalidad se había convertido en el hijo mayor y cuando se encontraba con él preguntaba de forma reiterada: «David ¿Eres tú? ¿Puedes ser tú?».
Su reacción sistemática al comprobar que se trataba de James eran tan cruel hacia el niño como hacia sí misma, ya que se originaba en el denso infierno de una inatajable depresión: «Ah, sólo eres tú». En cuanto al padre, no tenía el menor contacto con ninguno de sus hijos. Fue probablemente esta extrema desatención la que desencadenó en James un enanismo psicogénico: nunca alcanzó la pubertad y su crecimiento se detuvo en un metro cuarenta y siete.
A pesar o tal vez a causa del desamor del que fue víctima por parte de su madre – víctima a su vez de su propio dolor -, siempre sintió hacia ésta una adoración sin límites, que quedó patente en “Margaret Ogilvy”, la biografía que le dedicó y en la cual escribió: «Ningún sonido había en la habitación. (se refería a la de su madre, a la que acudía para intentar, siempre en vano, consolarla). Escuché un llanto y a mi madre moverse en la cama, y pensé que estaba oscuro y sabía que ella no me abrazaría».
«Nada pasa, después de los doce años, que importe mucho». Reverenció a sí mismo, con una obsesión casi enfermiza al hermano muerto hasta tal extremo que ese niño que nunca acabó de crecer – muriendo por tanto en una absoluta perfección – , renació posteriormente en la figura de Peter Pan.
Mientras estudiaba en la universidad de Edimburgo, J.M. Barrie – a lo largo de su carrera literaria, siempre firmaría con las iniciales y el apellido – empezó a escribir en la London Gazette y, en 1887, después de instalarse en la capital inglesa, publicó su primera novela, “Better dead” (Mejor Muerto), a la que seguiría la tetralogía de “Thrums” y sus dos novelas de Tommy – “Sentimental Tommy” y “Tommy y Grizel”- ; fue en “El pequeño pájaro” donde un aún difuso Peter Pan hizo su primera aparición.
La reputación de Barrie comenzó a extenderse por Gran Bretaña y escritores como Thomas Hardy y Robert Louis Stevenson se interesaron por su obra, manteniendo regularmente con él intercambios epistolares, y el novelista Henry James no tardaría en formar parte de su círculo más íntimo. Conservaría asimismo Barrie una amistad, que se inició en la universidad de Edimburgo y se mantuvo indisoluble en el tiempo, con Arthur Conan Doyle y P.G. Woodhouse.
Ya convertido en autor teatral, empezó a relacionarse con varias actrices, aunque su insuperable timidez le impedía pasar de la silenciosa admiración al cortejo; al menos hasta que se enamoró de una de ellas, Mary Ansell y la pidió en matrimonio. Aseguran los biógrafos de Barrie que Mary lo rechazó varias veces y lo aceptó una sola: al parecer cuando J.M. se hallaba gravemente enfermo de pulmonía. Aseveran los más o menos malintencionados testimonios de la época que Mary Ansell creía que Barrie estaba a punto de atajar hacia el auténtico País de Nunca Jamás, y que convertirse de facto en la viuda de un autor adinerado no parecía un mal trámite. La boda se celebró por tanto con J.M. encamado y sometido a unas fiebres aparentemente letales. Para sorpresa de todos y posible decepción de la recién casada, Barrie no sólo se recuperó sino que vivió hasta los 77 años.
Fue en 1897, mientras paseaba con su perro Porthos por los jardines de Kensington, cuando conoció a dos niños, los cuales, junto a sus tres hermanos que en ese momento aún no habían nacido, entrarían en la vida de Barrie para permanecer en ella. Se trataba de George y John, los hijos de Arthur Llewelyn Davies y Sylvia du Maurier. Este encuentro sería el inicio de una profunda amistad entre el escritor y el matrimonio Llewelyn, que tendría tres hijos más: Peter, Michael y Nicholas.
Barrie visitaba a la familia a diario y llegó a convertirse en un segundo padre para los niños -éstos le llamaban ‘tío Jim’-, a los que colmaba de regalos y hechizaba con historias de hadas y piratas que acabarían configurando la historia de Peter Pan.
Cuando
Cuando, en1937, no logró sobreponerse a su última neumonía, Jimmy, como le llamaban sus amigos, o Sir James, como era tratado en sociedad, era un hombre cuya estatura había ido menguando cada vez más, a la vez que su frente pálida y protuberante y las bolsas violáceas bajo los ojos se repartían la totalidad del rostro, horizontalmente dividido por un espeso bigote del que sobresalía constantemente una pipa apagada. Se había convertido hace tiempo en uno de los hombres más famosos de su época: cuando Chaplin viajó a Londres en 1921 y le preguntaron a quién tenía más deseos de conocer, su respuesta fue inmediata: James Matthew Barrie.
El pequeño baronet yace desde hace setenta y tres años en el cementerio de Kirriemuir, junto a sus padres y a su hermano mayor, probablemente capitaneando con entusiasmo a todos los Niños Perdidos: «Los que caen de sus cochecitos cuando sus niñeras están distraídas. Aquéllos a los que, si a los siete días no han sido reclamados, se les envía al País de Nunca Jamás».
Texto: James Matthew: El capitán de los niños perdidos. María Teresa Lezcano. Diario Sur. 08.05.2010.