Jardín de Invierno - Valerie Fritsch

Publicado el 21 abril 2017 por Elpajaroverde
Hay libros que abren puertas a otros mundos. Parecen mágicos, con su capacidad para envolvernos en sus paisajes y escenarios inventados. Su fragancia, su temperatura, se sienten en el aire, los huesos y la piel. Son como una ensoñación pero, como en todo acontecimiento onírico, el sueño se trenza con hebras de realidad, y, a poco que nos sumerjamos en él, nos damos cuenta de que ese mundo que recrea no difiere tanto del nuestro, así como tampoco aquellos que transitan por él distan mucho de parecerse a nosotros. Hay libros que abren puertas a otros mundos, sí, como nos abren los ojos, los pabellones auditivos y las aletas de la nariz; como abren nuestros brazos y dejan nuestro cuerpo expuesto a la incertidumbre, indefenso. Hay libros-trampa que con su belleza nos atraen hacia frutos dulces que dejan un regusto amargo, hacia aquellos que en su néctar concentran la esencia de la vida, el infinito ciclo del renacimiento y la destrucción.
"Anton Invierno se crió como hijo de un constructor de violines en un enorme jardín, en una época en que aún era posible nacer dentro de un destino. La colonia jardín se fundó en otro tiempo por hijos de fabricantes y médicos naturistas, por ascetas de labios secos y algunos sabios, por campesinos y mujeres altas con sombreros de paja, cuando el Estado se diluía, y la ciudad se había vuelto tan triste y el hombre tan desorientado que tuvo que acudir a la naturaleza para renovarse."
Con este párrafo nos abre Valerie Fritsch las puertas a su Jardín de Invierno; con esas escasas frases nos abre y nos centra en el mundo de Anton, en la idílica comuna en la que transcurrió su infancia y en la aparentemente lejana ciudad de la que sólo se presume devastación.
El mundo de Anton Invierno se alterna entre el enriquecedor ambiente en el que se cría bajo la libertad y protección procurada por sus abuelos y el eco siempre presente de esa ciudad para él desconocida a la que muchos de los adultos habitantes del Jardín ya se han de ir diariamente a trabajar. Valerie Fritsch no escatima en descripciones para recrear la infancia de su protagonista pero, lejos de desviarnos de la historia que nos cuenta, se confabulan con ella para agarrarnos con su red de tentáculos; tentáculos que son como ramificaciones que florecen al regarse con las palabras de la autora austriaca, cuyas flores son universos de múltiples pétalos y granos de polen por oler y desgranar. 
Algunas de esas figuradas flores nos traen olor a madera procedente del bosque y la habitación de ese padre que engendra hijos y cría violines; aromas más asépticos se adivinan de otras, de los tarros de la despensa en los que la abuela conserva  sus "peregrinos sin nacer del mundo". Anton se pasa horas observando esos fetos que pudieron ser sus tíos. Lo hace con absoluta fascinación, conocedor ya, a edad tan temprana, de que vida y muerte son hermanas siamesas imposibles de escindir. Se convierte así en un niño un tanto extraño y solitario que presagia al adulto que en unos años será.
Ese adulto deja un día el jardín y se muda a la ciudad, a un piso en cuya azotea cría aves que luego vende y desde la que vislumbra con sus prismáticos la íntima cotidianidad de los habitantes de ese mundo moribundo cuyo futuro desvanecido los hermana en una mezcla de resistencia y desesperanza.
"Por primera vez regía la igualdad de oportunidades, y aquella individualidad que solía separar a las personas se disolvió, porque cada cual renunciaba a su propio destino, y recibía a cambio uno común. Era como si el destino del individuo se hubiera declarado indisponible. Cada cual tenía cortado su cordón umbilical con el futuro que había imaginado lleno de promesas y desafíos."
Un día en que deja su piso y se adentra en la ciudad, en esa cuna instigadora de suicidios en masa cuyo mar no conduce a ningún horizonte, conoce a una mujer: Frederike. Él la ve, ella lo ve, ella se acerca, él se dirige de vuelta a casa, ella lo sigue. Así, sin mediar palabra, con conversaciones que cruzan de un cerebro dormido a otro en el territorio de los sueños, Anton deja atrás años de soledad y se enamora por primera vez. Son sus cuerpos los que hablan, acróbatas en una danza de descubrimiento y pérdida. Las primeras demostraciones de afecto, torpes como las de un niño inexperto. Su amor, eterno precisamente por tener fecha de caducidad.
"Por eso Frederike y Anton no tenían tiempo, ni tampoco miedo, porque estaban exentos de lo peor que puede pasarles a quienes se juntan y fracasan: el echarse de menos toda la vida. Faltaba en su futuro ese momento en que el gran amor no puede crecer más, sino únicamente volverse más pequeño."
Y, así, nosotros, como ese amor, anhelamos de niños crecer y, sin embargo, una vez crecidos nos sentimos esclavos en toda nuestra pequeñez. "Yo echo de menos el pasado, ¿sabes?", le dice Anton a Frederike en sueños. "Pues yo, el futuro", la escucha replicar desde los suyos. Y ambos tienen razón desde sus respectivas nostalgias.

9 month old fetus. Fotografía de Jason wilson


Jardín de Invierno es una alegoría tan bella como salvaje de la vida. Son múltiples las lecturas que pueden hacerse de ella. A nivel individual indaga en la infancia como la edad de los milagros, aquella en la que todo es posible a través de la mirada de un niño y de su capacidad de asombro. La edad adulta es la de la incertidumbre y los miedos. Nuestras alas se han cortado; nuestras posibilidades, limitado. Al contrario de las aves que Anton cría en la azotea, vagamos a la deriva, carecemos de patrón de migración. El futuro es algo que nosotros mismos nos hemos destruido y, tal vez, para volver a atisbar ese horizonte allende el mar la única alternativa sea volver a ser niños.
"De niño, se ama mucho y apenas se hace uno cargo de la responsabilidad que eso conlleva. De niño, uno ama todas las cosas que están cerca, y más tarde hay que estar muy solo para amar."
A nivel colectivo la novela juega a la distopía mediante la recreación de una sociedad agonizante a punto de perecer. El retorno a un estilo de vida en mayor armonía con la naturaleza se presenta como una salida, así como a la vez representa un símil con la niñez mientras que la desoladora ciudad es sinónima de la edad adulta.
Anton es ahora el que sigue a Frederike y entra en su mundo. Con los nuevos pasos que emprenden juntos se dirigirán sin saberlo a completar el círculo y reiniciar el ciclo. No hay invierno eterno ni tampoco aquel al que no siga una primavera, si bien es verdad que ninguna de ellas es igual a la anterior, al igual que la infancia revisitada por el adulto nunca es igual a la recordada. Pero lo importante de la primavera es el despertar y el florecimiento. Los nuevos aromas dependerán del mantillo que hayamos usado como sustento.
"La verdadera patria del hombre es la infancia", nos dejó dicho el gran poeta Rainer Maria Rilke, y pareciera que Valerie Fritsch tomase como propia esta máxima de su compatriota. El mundo que abre para nosotros las páginas que escribe es el de los apátridas, los desarraigados, los despojados de ese hogar que es la niñez. Por eso a pesar de las bellas escenas que crea repletas de poesía, de todos los efectos sensoriales que su lectura despierta en nosotros, su libro rezuma melancolía a raudales. Por eso ese delicioso bocado nos va cayendo con un leve síntoma de indigestión. Por cómo nos presenta nuestro propio mundo engalanado para regalo, por cómo nos muestra la implacable verdad. Terminamos la lectura y no podemos evitar sentirnos así: lectores apátridas, de alas y cordón umbilical cortado, que hemos asistido a nuestra propia representación, al hermoso y desolador espectáculo de "cómo el hombre se volvía un sin techo, sin cielo encima ni tierra debajo."

Lapwing and a Gull, Martin Mere, Burscough, Lancashire, UK. Fotografía de Gidzy


Ficha del libro:
Título: Jardín de Invierno
Autor: Valerie Fritsch
Traductor: Eduardo Gil Bera
Editorial: Alianza
Año de publicación: 2016
Nº de páginas: 152
ISBN: 978-84-9104-496-3
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