En la planta baja del castillo de San Javier penetro en un túnel muy oscuro con hornacinas y vitrinas iluminadas que me muestran momentos de la vida del clérigo. Aquí no voy a encontrar rastro alguno de bastión defensivo con guerreros, espadas, escudos blasonados, yelmos, petos, mallas, armaduras y demoníacos instrumentos de tortura o calabozos subterráneos de hedor hediondo. Esto es más bien un museo auto-temático para alabar el recuerdo del santo. De familia adinerada, nace aquí Javier en Julio de 1506. Íntimamente ligado a Ignacio de Loyola, un faro de luz en su vida monacal, San Javier es venerado, respetado y encomiado (loado) en Japón, donde cosechó toda suerte de bondades durante algo más de una década.
La piedra es casi sanguínea, salpicada de rojizos, como una lágrima viva de color encarnado que empapase la piedra porosa con predominio del tono de la arenisca de un desierto eterno. Me hace pensar en el óxido de hierro o una policromía anterior casi extinta ya. Merece la pena subir a la torre para apreciar unas magníficas vistas de ave rapaz desde los cielos.
En la sala 8 me encuentro con la capilla del Cristo sonriente; una imagen ciertamente paradójica si uno comienza a rememorar aquel calvario atroz antes de la abominable crucifixión. La capilla no puede ser más lóbrega y tétrica: parece dispuesta a fagocitar(tragarse) cualquier rastro de alegría benigna proveniente de esa sonrisa dulce y espontánea. Para dilatar aún más esa sensación casi ominosa (hostil), acompañan a Cristo unas pinturas de autor ignoto (desconocido) que nos hablan del rastro letal de la peste.
Turno para la parroquia de la Anunciación. Nada desbordante de elogios salvo la reseñable pila bautismal original donde fuese bautizado San Javier. Uno no tiene más que observar las cicatrices de la piedra para inferir su “ancianidad”.