Jeremías proviene de una familia con un pasado brillante. Entre los fundadores de Nueva Tierra se encontraba su linaje, enmarañado a un conflicto político y cultural sin precedentes en la historia de aquel lejano y extinto planeta Tierra. Cuando André escuchó la historia de los labios de Facundo, el padre de Jeremías, no daba crédito al ofensivo silencio de su compañero. Es cierto que la amistad de ambos se desarrollaba en el curso de direcciones opuestas, sin embargo, el encuentro era posible por esa información guardada, la cual como puente conectaría el mundo habitado de hoy y el planeta solitario del pasado, la gran pasión de André. El amigo ofendido contuvo la ira apretando fuertemente con su mano izquierda un bocado aún no llevado a la boca, mientras miraba al amigo traidor desde la cautela del desconfiado. Aun las palabras del padre en off como neblina que ensombrece el pensamiento, cuando André interrumpió con una disculpa hiriente, pretextó ir al baño, pero todos supieron que solo eran pretextos pues, el excusado quedaba hacia la izquierda y él tomó la derecha, a la terraza. Jeremías increpó a su padre unos segundos después, mientras lanzaba una servilleta de tela fina contra la alfombra ante las miradas asombradas por el gesto irrespetuoso y aparentemente injustificable del joven.
Quedaron de verse a las tres de la tarde de ese invierno alucinante. Nueva Tierra tiene un período invernal inestable, ocasionado por una segunda estrella que influye en la órbita de este planeta, provocando cada tres años un invierno más largo y con fenómenos naturales inusuales. Los de ese año eran novedosos: intensas luces multicolores en el cielo, como las auroras boreales de la desaparecida Tierra; noches prolongadas que robaban indiscriminadamente las horas diurnas hasta bien entrado el mediodía y; sutiles gotas color ámbar impregnadas en los objetos externos como rocío matutino de una aurora retrasada a su cita. Prontamente las academias universitarias y los laboratorios científicos se apresuraron en explicar que las luces en el cielo eran rayos de aquel sol lejano invadiendo la atmósfera del planeta; que las noches se prolongaban por fenómenos climáticos influidos por los vientos del desierto (que en Nueva Tierra eran abundantes) y que las gotas color ámbar eran fenómenos que respondían a la contaminación. Esta última aseveración no estaba demostrada convincentemente pues los argumentos se limitaban a explicaciones teóricas sin demostración en el mundo tangible A pesar de ello, la opinión pública revivió ese año el viejo fantasma de aquel lejano cataclismo que dio origen a la vida terrestre en Nueva Tierra.
Entre las luces rampantes y la alterada opinión pública, André y Jeremías continuaban con el plan de la transformación de sexo de este último. Acordaron comunicarles a los padres de Jeremías que él era gay, que ellos eran pareja y que su hijo se sometería a los procedimientos médicos necesarios para exteriorizar la fémina oculta en su interior. Les llevó meses ejecutar esa parte del plan. No conseguían las fuerzas ni el aliento para semejante confesión. Fue el padre de Jeremías quién les dio el aplomo durante una tarde de otoño, cuando increpó a su hijo la falta de masculinidad para adoptar ciertas conductas y tomar algunas decisiones. Después de escucharlo por largo rato, la voz grave y serena de Jeremías se escuchó resuelta en la bocina: «Necesito verles a ti y a mamá, necesito que hablemos». La voz sonó tan decidida que el padre colgó de inmediato sin decir palabra alguna y André salió del baño aun con jabón en el cuerpo para encontrarse con su valiente chico. Se abrazaron triunfantes, pero Jeremías aplacaba la euforia de André con los temblores de pasados miedos que no morían, solo estaban heridos.
Los miedos están atados a la memoria. Por eso, los estados alucinantes que generan ciertas emociones, como por ejemplo la ira, dan el olvido necesario para liberarse del pasado y avanzar hacia futuros inciertos sin dudar. Este fue el estado emocional desde el cual Jeremías colgó la bocina a su padre. Sin embargo, la memoria volvía al acecho con los recuerdos de prohibiciones, amonestaciones y de una inmensa necesidad de complacer a otros. Facundo tampoco pensaba ponerla fácil, ordenó una cena familiar, pero con más miembros de lo solicitado, primos y tías, todos en una emboscada que desconocían. Al enterarse, Jeremías pensó retroceder, los recuerdos exacerbaban las llamas de su inseguridad, y su valor, que lo había llevado a insistir a su madre por la cena solicitada, se desmoronaba. .
Los días previos a la cena, Jeremías transitaba un mar tormentoso de imágenes del pasado, trayendo consigo otras imágenes no reconocidas, tal vez de un futuro presagiado. Pero el día de la cena Jeremías adquirió nuevos bríos. Salían de la ducha, de compartir el aseo matutino, cuando André se abrazó al cuerpo desnudo de Jeremías, quien yacía cabizbajo y apoyado al lavabo. Se abrazaron fuertemente y la voz susurrada del amigo le alentaba a correr por una plaza llena de palomas. «Son palomas… solo palomas», le había dicho reiteradamente André a lo largo de esos meses tormentosos. En varias ocasiones Jeremías hacía bromas con esa expresión, afirmando que no eran palomas sino serpientes. Por ello, ese momento en el baño, André agregó, «… y no son serpientes, no llegan ni a culebrillas». Los dos rieron. Jeremías sabía que contaba con André cuando esa noche el mundo de sus padres convertido en escombros cayera sobre él.
Quedaron de verse para la esperada cena a las cinco de la tarde. André tardó una hora en llegar. Ya se deslizaban por el cielo las luces del clandestino sol cuando se encontraron en la puerta. EL mismo Jeremías le abrió. Con frases cortas le narró la emboscada paterna a su amigo: «Toda la familia reunida. Papá quiere lucirse. Primos insoportables harán trizas con él…» André lo tranquilizó con una sola frase, «Todos ellos llevan años haciendo trizas de ti». Entraron al gran salón, Facundo recibía las atenciones, justo finalizaba una anécdota chistosa, pues los presentes rieron al finalizar su historia susurrada. De inmediato, el padre de Jeremías se desplazó como fantasma hacia el hijo y su compañero, a quien presentó una terna de verdugos invitados para el degollamiento espiritual del hijo ingrato. Estaban la tía Julia con Sebastián y Julita, sus dos hijos; la tía Jimena y los primos Esteban y Tirso, ambos hijos del difunto tío Jeremías, por quien llevaba su nombre la prole en ciernes de revelarse. La madre de Jeremías llegó después al salón, traía una bandeja de embutidos y salsas.
Después de las respectivas presentaciones y estrecheces de manos la velada se tornaría aburrida y monótona. Las reuniones familiares, cuando tienen el carácter solemne de esas, son tensas y bucólicas
Julia, Julita, Jimena y Jacinta, la madre de Jeremías, hablaban de las peculiaridades de ese invierno y de los acechos del pasado. En cambio, Facundo, Esteban, Tirso y Sebastián recordaban al tío Jeremías y sus ocurrencias, así como lo genial que era para los negocios. Jeremías y André observaban como espectadores todo el panorama, saltaban de una conversación a otra como ardillas de un árbol a otro, en búsqueda de frutos tentadores. En uno de los comentarios fatuos de Facundo los chicos-ardillas sonrieron con ironía. El padre, ofendido y dejando caer su mirada sobre los chicos risueños, comenzó a relatar el poderoso linaje que los unía al ancestral pasado del planeta Tierra, el mismo planeta de donde toda esta humanidad provenía. Cuando las palabras del padre comenzaron a herir a André, este sujetaba un embutido ofrecido por Jacinta, quien rápidamente se levantó para suavizar el golpe que venía cuando su marido inició el ultimo relato. Aquí nos encontramos, en el comienzo del capítulo; unos rostros asombrados, una madre sucumbida en la pena, un padre al acecho, un amigo ofendido y Jeremías, el Jeremías que apenas transitaba un largo camino hacia Giralda, con nuevos bríos y nuevas heridas.
En la terraza se acompañaron los dos amigos con el silencio y la serenidad de las luces destellantes de arriba. Apenas si las respiraciones interrumpían las miradas aletargadas y rehusadas a cruzarse. Fue Jeremías quien después de una profunda exhalación, exclamó sin mirar a su compañero, «No siento nada por ese pasado, no es parte de mi memoria… quería que me aceptaras a mí; no a mí con ellos». Luego guardó silencio y contempló la calidez de los colores del cielo, hasta que la voz de André como relámpago afirmó: «Ni de la de ellos». Jeremías le miró con incertidumbre, «¿Qué?», preguntó. A lo que contestó el amigo: «Dices que ese pasado no es parte de tu memoria, y yo te completo diciéndote que tampoco de la memoria de ellos, ya son varios siglos ¿no te parece?». Ambos rieron con picardía. Jeremías abrazó a su amigo con deseos de llorar. André le correspondió mientras le susurraba al oído que ese no era momento de llantos, que todavía estaba pendiente la tarea de confesar verdades. «Y de destruir a un padre», agregó Jeremías. Ambos rieron de nuevo y abrazados al salón volvieron.
Continuará…