Contaba un saxofonista que un día se presentó en su casa una nueva alumna con un piercing en el labio inferior, un aro que lo rodeaba por su parte central. Instada por el profesor a despojarse del metálico complemento para poder comenzar la clase, la alumna se negó. El saxofonista le explicó, pacientemente, que ambos labios deben apretar la embocadura del saxofón, que la caña que se introduce en la boquilla es una pieza de madera y que la presencia del aro la deformaría y dificultaría la emisión de sonido. La muchacha preguntó si no podría tocar el instrumento de lado, embocándolo por la comisura de los labios.
Fue su primera y última clase.