En esto que, una vez acabado el concierto, había un niño que no paraba de molestar a los presentes. Corría, saltaba, chocaba con la gente y hasta pellizcaba el trasero de las mujeres ante la pasividad de sus padres. Los que allí se congregaban intentaban utilizar la ironía para, de forma educada, hacer ver a sus progenitores que debían hacerse cargo de su hijo. "Vaya diablillo", "Ay, no se está quieto", "Aquí viene otra vez". Estas y otras expresiones similares no causaban ningún efecto en la pareja.
En ese instante el pequeño me golpeó en la cintura, a la altura de un bolsillo de mis pantalones. Creyendo acuñar un comentario ingenioso, no se me ocurrió otra cosa que decir: "Oh, my wallet!" (¡Oh, mi billetera!). Tan solo quise llamar la atención sobre el comportamiento bárbaro del niño; en ningún momento quise implicar que fuera un ladrón. Pero pasé por alto un detalle crucial: era afroamericano. Y cierta parte de la población blanca estadounidense tilda a los afroamericanos de ladrones, estereotipo contra el que llevan décadas luchando. Como europeo amante del jazz siempre he profesado una profunda admiración por los negros norteamericanos, y jamás se me hubiera ocurrido implicar esa connotación, pero en el momento no caí. No pude haber sido más desafortunado. A mi comentario siguió otro del padre: "We don't do that!" (Nosotros no hacemos esas cosas). Como quiera que en el momento no me di cuenta de lo que estaba ocurriendo, ni entendí la reacción de los presentes, continué disfrutando del jardín hasta que, llegado el momento de irme, me despedí educadamente de todos, incluido el padre. Una vez en la calle, una amiga me explicó lo sucedido con contundencia: "Has venido a Nueva York con mucho conocimiento de la lengua pero muy poco de la sociedad".
Queridos lectores, no sean tan torpes como yo y recuerden que el humor no viaja.