No deja de ser paradójico considerarla un lugar sagrado, el reino de Dios, cuando es el símbolo más descarnado del fanatismo, la peor encrucijada en la que convergen las grandes religiones. Su papel histórico es demoledor, incluso hoy refleja la imposibilidad de que los hombres lleguen a acuerdos racionales.
Con lo fácil que sería respetar que cada cual rece en la mezquita, la iglesia o la sinagoga. Pero es que las religiones parecen contener el germen de la sinrazón y llevar al fanatismo.
No hay mucho que celebrar en esa ciudad hasta que no se convierta en un auténtico espacio de paz y concordia, objetivo casi imposible con provocadores como Trump.