Son 1500 metros los que tuvo que recorrer Jesús hasta su inenarrable calvario en el malhadado Gólgota. El camino que yo sigo ahora es anfractuoso, lleno de escalones traicioneros, basura, comercios y coches que tratan de abrir brecha en un espacio demasiado congestionado.
En este trayecto nada bíblico ya sigo las 14 etapas o estaciones marcadas en los puntos exactos donde acaecieron momentos trascendentales de ese calvario infrahumano. Así me planto enseguida en el convento franciscano de la flagelación, restaurado por el ya archiconocido Barluzzi.
Se me antoja lúgubre la iglesia erigida por el franciscano Wendelin Hinterkrauser en el siglo XIII sobre las ruinas de una capilla medieval.
Unas macabras chapas metálicas me van contando un rosario de penurias a lo largo del camino. Me dirijo a la iglesia del Santo Sepulcro atravesando las zonas de concentración de cristianos etíopes, que viven de manera austera, o sea, siguiendo los mismos cánones cristianos de Jesús. Mejor no entrar en los despilfarros actuales de algunos religiosos, que no viven con austeridad precisamente...
Me encuentro en zona cristiana, habitada por armenios, griegos ortodoxos y católicos.
Es una maravilla el Santo Sepulcro, y ha merecido la pena esperar una cola infernal donde los más irrespetuosos no dudan en colarse sin el menor pudor, por muy cristianos que sean, aunque se hallen en zona sagrada, ellos se cuelan...
En fin, espero mi turno junto a la enorme rotonda que esconde un sepulcro prodigioso, que suscita toda suerte de preces, llantos, lágrimas, emociones en estado puro...
La tumba, destruida en su día por el emperador Adriano, fue cubierta en 1555 con una losa de mármol. Es una estancia minúscula, casi claustrofóbica. No puedes permanecer dentro mucho tiempo, un clérigo ya se encarga de meterte prisa.
Hay que pasar en fila y ser paciente, pues el fervor no es cosa privada de uno.
Si quieres evitar estos entuertos, una opción es acudir por la tarde, pues por la mañana se convierte la iglesia en un hervidero de gente.
Salgo con el espíritu renovado de emociones, agitado, casi convulso, transido de sensaciones...
Así llego al Jewish Quarter o límite entre barrio judío y musulmán para acabar perdido en un laberíntico zoco no apto para compradores compulsivos.
Plagado de turistas, es estrecho y los puestos están casi invitándote a detenerte, mirar y acaso, comprar. Otro aspecto destacable de esta zona de vericuetos retorcidos es la calle Cardo, judía 100x100. Era la vía principal en época bizantina.
Salgo por la puerta de Sión, que acabó toda horadada por las huellas de las balas en la Guerra de los 6 días.
Algunos apuntes históricos antes de dirigirme hacia el Domo de la roca. Jerusalén, ciudad de Herodes el grande en el siglo I A.C., repleta de edificios palaciegos y templos, quedaría remozada y reconstruida por Adriano como ciudad pagana.
Un nuevo lavado de cara de la otrora Aelia Capitolina, allá por el año 131, llegaría con los bizantinos, que estuvieron por estas tierras durante tres siglos.
A lo lejos aparece casi escondida, pero refulgente y alba, la maravillosa iglesia rusa de María Magdalena, con su impoluta fachada blanca y sus áureas cúpulas. Es un templo del año 1888 erigido en tiempos del zar Alejandro III.
EL DOMO DE LA ROCA
Lugar tradicional de ascensión de Mahoma al cielo a lomos de un corcel alado. Épico, romántico, así se me antoja este periplo celestial. Es difícil visitar, me ponen pegas por todas partes, me dicen que es prácticamente inaccesible, como una fortaleza inexpugnable. Me debo conformar con avistamientos lejanos. Es una obra de arte, sin duda, una joya construida por Abd-El Malik entre el año 688-691.
Las pretensiones de este templo fastuoso y exorbitante eran las de rivalizar con el Santo Sepulcro. Merece la pena acercarse, aunque nos veten y obliguen a admirarlo como quien otea el firmamento para admirar las remotas estrellas.