Alguna vez me han dicho que por qué me arrogo la amistad de personas importantes. Me resbala. Otra cuestión es que alguien me diga que mi concepto de la amistad, según empleo calificativos como amiga o amigo, sea laxo. Lo reconozco, como supongo que reconocerá cualquiera; pero, en ese caso de flojera conceptual, la importancia no se instala en la notoriedad del nombre de alguien famoso —pongamos por caso un cantante o un escritor—, sino en la autenticidad de lo que uno ha sentido durante años y sigue sintiendo por el amigo a quien nadie conoce. Que es el importante. Por eso me parece tan especial considerarme amigo de Jesús Cañas Murillo (Madrid, 1951) antes de que fuese mi profesor en el cuarto curso de Filología Hispánica, pues lo conocí un año después de que él llegase a Cáceres desde la Universidad Autónoma de Madrid —fue uno de los fichajes de su maestro Juan Manuel Rozas al instalarse aquí—, cuando quizá él ya había cumplido los treinta años y yo no llegaba a los diecinueve. Aquello me otorgó cierta posición de privilegio bien entendido entre mis compañeros de clase, porque yo no tenía que plantearme la duda de si hablar de usted a mi profesor o tutearle, descartado, por supuesto, el melindre de dirigirme a él de una forma en el aula y de otra en el pasillo. La amistad manifiesta e incondicional con Jesús Cañas invalidaría todos y cada uno de los pasos de mi carrera académica por razón de una incompatibilidad por evidente parentesco. Desde las notas de algunas asignaturas hasta los concursos a plazas de cuerpos docentes por los que he pasado sin oposición alguna. En junio de 1986 él fue el primer director del Departamento de Filología Española de la UEX, y lo acompañé como secretario en aquellos años. Tres antes, celebré con él sus treinta y dos, en un día que yo siempre he fechado —y he confirmado— como el comienzo de su relación con la que hoy es su mujer, mi amiga Malén Álvarez Franco, que en aquel entonces era su alumna, y con la que se casó un año después, en agosto. Estuve en su boda. Han pasado treinta y tantos años y sigo teniendo una familiaridad especial con él, con ellos. Este martes, mismamente, con mi hijo Pedro, he podido volver a ver la biblioteca de Jesús y recordar el sitio que siempre han tenido sus libros —salvo modificaciones que no me ha contado— y volver a habitar el espacio tantas veces vivido de su cocina —ya remodelada desde aquellos años—, y comer juntos en esa casa en la que yo he pasado tanto tiempo. Hemos vivido mucho juntos. Y me gustaría vivir más por eso, como si atesorase todo lo que llevamos recorrido para usarlo cuando más nos plazca. Como yo en este momento, a pocas horas de celebrar con él y con casi todos mis compañeros de mi departamento una comida en su honor. Sin despedidas, con la firmeza de la amistad que él siempre ha fomentado. Desde siempre, y de verdad. Este lunes se me ocurrió la tontería de enviar a unos colegas suyos de otras universidades, que no podrán estar en su homenaje, la petición de unas líneas sobre Jesús. Me han llegado, y es extraordinario que los testimonios aludan en su mayor parte a su sonrisa, al bienestar que uno siente en su presencia… Qué me van a decir, si llevo con él desde hace más tiempo que Malén —aunque yo no lo he soportado tanto. Añadiré ahora que se trata de un especialista en el estudio de la Literatura Española de la Edad Media, del Siglo de Oro y del siglo XVIII, autor de unos ciento cincuenta artículos de investigación publicados en diversas revistas de referencia, españolas y extranjeras, y en volúmenes colectivos, impresos en editoriales de prestigio. Que cuenta con ediciones de obras como el Libro de Alexandre, el Libro de Buen Amor, Fuente Ovejuna o las Rimas humanas y divinas del Licenciado Tomé de Burguillos de Lope de Vega, publicada póstumamente junto a su maestro Juan Manuel Rozas —al que también recordó en la publicación de sus también póstumos Estudios sobre Lope de Vega—, La Petimetra de Nicolás Fernández de Moratín, o el recientisímo Teatro completo de Vicente García de la Huerta, etc., etc., etc… Hoy será un buen día. Seguro que le emociona —es de lágrima fácil— que estemos con él.