Florecen extraños faros, gurús semejantes a dioses enganchados a un frío y blanco cosmos de neón. La imagen de la utopía: confianza en el universo humano, perspectiva de un tiempo sin dolor, dulce, suave y aterciopelado matadero de fantasmas. El yo se quema recreando el mundo en el que se quieren ver las cosas como son y no como parecen. La duda fresca, sin marchitar, se cuela por los rincones en blanco y negro, pregunta sobre el amor, el odio o el juego de la vida, ¿cómo podemos?...¿cómo podemos?...¿se es demasiado joven para ser viejo o se es demasiado viejo para ser joven?
Es un problema estar vivo, nada se mantiene constante, todo cambia a medida que avanza la existencia. Dios retuerce cruel e inútilmente la vida, modifica el curso de los ámbitos, estrangula el despertar de las almas más remotas, revela una verdad exageradamente horrible de la que nadie consigue escapar: el arte no puede salvarnos de nuestro propio destino, las palabras no consiguen domesticar la tristeza, el lamento no cura la soledad y la memoria conserva la mirada maligna.